Y la versión con canto con la Orquesta Municipal de Salta dirigida por Eduardo Storni:
Néstor Guestrin
Pasé de largo por Tala,
detenerme para qué.
De qué vale un paisano
sin caballo y en Montiel.
Bajaba luego en la pequeña terminal de Crespo a primera hora de la mañana, recorría las pocas cuadras hasta la Escuela de Música, y al cruzarme con los chicos en sus guardapolvos blancos dirigiéndose a su escuela ya ellos corrían la noticia de mi llegada. Era una fiesta. Luego con sus guitarras, y a veces hasta con mate y termo en la mano, pasaban cada uno por la sala donde los escuchaba, los guiaba y les indicaba los pasos a seguir, en mi misión pedagógica musical.
Al día siguiente, y previo paso por Paraná, la capital, para tomar el otro ómnibus, hacía el camino hasta Gualeguay, más al sur. Esta es una pequeña ciudad marcada por la poesía y también por un parque de árboles, de plantas, de flores, lleno de verdor, a orillas del río que le da nombre a la ciudad, o tal vez sea la ciudad la que se lo presta al río. Y es la poesía, digo, que la distingue porque grandes poetas han vivido en ella, o, como el nombre de la ciudad y el río, es ella la que les ha dado el material para su obra.
Dice Juan L. Ortiz:
¡Oh, vivir aquí,
en esta casita
tan a orilla del agua
entre esos sauces como colgaduras fantásticas
y esos ceibos enormes todos rojos de flores!
Las clases transcurrían como en la otra ciudad, y así como yo les enseñaba lo que sabía, también aprendía de ellos la particularidad de su música, el chamamé, su acento original arraigado como el habla, su rítmica como el aire pronunciado en la singularidad provinciana.
A la tarde, en la siesta, cuando se detenía todo como cabe a toda ciudad provinciana, jugaba yo con mi guitarra en la casa para recibir huéspedes donde me hospedaban, mientras el perfume de los limoneros se filtraba por la ventana arrastrado por el aire húmedo que mojaba las veredas. Entonces recordaba las otras palabras de don Juanele que cerraba aquel poema:
Una penumbra verde la funde en la arboleda.
Así fuera una vida dulcemente perdida
en tanta gracia de agua, de árbol, flor y pájaro,
de modo que ya nunca tuviese voz humana
y se expresase ella, por sólo melodías
íntimas de corrientes, de follajes, de aromas
de color, de gorjeos transparentes y libres…
Así nació esta música.
Néstor Guestrin
“…la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo.”
“…al fin, al sur, triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente notable; es la imagen del mar en la tierra; la tierra como en el mapa…”
“La vidalita, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y un tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va engrosando el cortejo y el estrépito de las voces: ese canto me parece heredado de los indígenas…” (De Facundo, Domingo F. Sarmiento)
Hay músicas cuyos sonidos describen paisajes, que evocan tanto o mejor que las palabras aquello que se intuye próximo o en una cercana lejanía. Quien mira parado desde el borde mismo de esa región llamada pampa vislumbra hacia adentro el interminable espacio determinado por esa cualidad en la poética de su descripción. Acordes lentos, morosos, tranquilos, al desmenuzarse sin prisa, nos dan el sabor del verde en conjunción confusa con el celeste de un cielo de agua al fluir en forma pausada y cálida. La planicie, la llanura infinita, la pampa argentina representada en la música se traduce así en una antigua melodía de vidalita salpicada como con un pincel sobre la insistente rítmica obstinada de un golpeteo del tamboril, aquel mencionado por el ilustre escritor.
Un músico de la ciudad, Astor Piazzolla, ve aquí desde la orilla, desde el borde, la profundidad insalvable de aquello que para Sarmiento, desde la historia, era un infinito desierto de verde y ausencias. Entra con su mirada y señala con sus notas la lánguida sensación de distancias irreductibles, en apariencia inhóspitas, pero sólo para quien no las transita ni conoce. Un mundo propio hay allí, se deduce, de guitarras, de cantores, de baqueanos, de gauchos e indios perseguidos, de historias secretas y conocidas, de leyendas y mitos, de fantasías y realidades.
Y las notas las cuentan, o creemos que las cuentan. En una tardecita de mate y sol postrero, demorada por la charla y el recuerdo.
Néstor Guestrin
Zamba de Argamonte
Entre tantos personajes lugareños que supieron retratar en sus canciones hay uno que, es curioso, sale de una ficción literaria, de una novela. O en este caso de una realidad ficcionalizada (permítaseme el término, pues, como aquí, es no fingida ni ficticia). Federico Gauffin (1887-1937) fue un periodista y escritor salteño apenas hoy conocido en su medio provinciano. Sólo llegó a publicar cuentos y poemas en revistas y diarios, y muy pocos libros, entre ellos la novela "En tierras de Magú-Pelá", con la guía y ayuda literaria, anímica y monetaria del pionero de la literatura de aquella región, Juan Carlos Dávalos. Esa primera edición costeada por el autor y la solidaridad de sus amigos se hizo en 1932, luego hubo una segunda reedición, esta vez a cargo de sus familiares, en 1954, y finalmente una fundación salteña concretó una tercera en 1975. En esta última una interesante introducción escrita por Roberto García Pinto nos da cuenta de la amistosa relación de Dávalos con el autor, sus consejos, contribuciones y su ayuda. Sus palabras certeras: "comprenda poeta Gauffin lo viviente de los temas, el color con que relatará escenas verdaderas, vividas en una época y entre unos hombres cuya psicología bárbara, si usted no las novela, se perderá para siempre. Usted tiene en su corazón y en su cabeza un tesoro espiritual inexplotado, original y profundamente interesante…" Si el artista no la plasma en su obra, esa realidad se perderá para siempre, le dice con aguda intuición su amigo Dávalos.
Así surge esta narración de un joven en un viaje, que es una huida, hacia el norte salteño, hacia las tierras del cacique Magú-Pelá, el jefe de todos los matacos, a orillas del río Pilcomayo, a principios del siglo XX, cuando los dueños de esas tierras eran aquellos pueblos originarios. Allí aparece, entre tantas desdichas y aventuras, el gaucho Pancho Argamonte, quien será el amigo y guía de quien hace el relato, también él huyendo, pero de la justicia y la injusticia que lo persigue.
La noche que ande Argamonte
tiene que ser noche negra,
por si lo vienen siguiendo
y le brillan las espuelas.
Su pasado enfrentado a la ley y al orden establecido, quizás como aquel otro Martín Fierro, lo oprime, lo hostiga, por ello busca refugio en el monte y la tierra gobernada por otros hombres.
Argamonte por el monte
pasa despacio a caballo,
los lazos de su memoria
al aire van cuatrereando.
El recuerdo de su mujer y sus hijos que han quedado a merced de un comisario prepotente y autoritario golpea en su conciencia y el autor del relato, su amigo, sabrá entenderlo y ayudarlo.
Cuando Argamonte se acuerda
que andaba por esos chacos
la luna le pone encima
la sombra del contrabando.
La pena de Argamonte por su exilio se abre en un canto dolido expulsado hacia el fluir del río en su torrente.
Y si canta una baguala
a orillas del Pilcomayo,
el agua se lleva un toro
cuando lo están despenando.
Argamonte pasa así a ser la figura sobresaliente de la novela, aquel que además de ser un buen cazador de fieras, hecho a la vida de la selva y, como todo gaucho, diestro para el caballo y el cuchillo, es por sobre todo el que será su fiel amigo y sabio consejero en las cosas de la vida. Es la historia de esa amistad el eje del relato.
¿Puede la música cargar por si sola con este contenido? La obra del Cuchi Leguizamón, salvo un par de excepciones intrascendentes, está compuesta en su totalidad por canciones con letras. En una versión guitarrística que intento hacer de alguna de ellas, recordando su perfil recortado frente al piano en su casa salteña de la calle Balcarce, con el fondo del cerro San Bernardo a sus espaldas, viene a mi memoria cómo me hacía el relato de la historia, leía luego algo de la letra y después se explayaba a sus anchas sobre el teclado, sin canto.
Así espero que llegue al oyente, recordando aquel personaje, el amigo perseguido, como lo dice el estribillo de la canción.
El gaucho que anda escapando
no desensille;
no vaya que andando el vino
me lo acuchille.
Néstor Guestrin
La realidad no suele coincidir con las previsiones dice Borges en uno de sus relatos. Tal improbabilidad, posible siempre de corroborar, asombra cuando ocurre en el mismo edificio donde funcionara hace años su mítica Biblioteca Nacional, de la cual fuera su director, sobre la calle México de la ciudad de Buenos Aires, ahora sede del Instituto Nacional de Musicología y por ende actual espacio para su biblioteca especializada.
Buscaba hace poco, para un trabajo literario en curso, el Cancionero de Wilde de 1837, una colección de canciones de diversos autores de la época, recopilada por José Antonio Wilde y publicada en ese año.
Me dirigí al Instituto Nacional de Musicología, lugar natural donde suponía podría encontrar ese material. Después de ascender los pocos escalones desde la vereda y empujar la pesada puerta de madera, enfrento a las personas de guardia para identificarme, inútil formalidad de edificio público. Luego recorro un breve pasillo en penumbras, según las indicaciones recibidas, y llego finalmente al lugar adonde presumía estaba la razón de mi búsqueda, detrás de una puerta vidriada.
La traspongo y al encontrarme con el encargado de esa sección le explico el objeto de mi pesquisa. Recibo como atenta respuesta que quizás lo que busco es un libro de reciente publicación acerca de tal obra.
Me lo alcanza y veo que se trata de una edición del 2006 del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires, realizada en conjunto con la Universidad Nacional de La Plata, de una reproducción facsimilar del Boletín Musical Nº2, uno de los dieciséis que aparecieron como publicación periódica en aquella época, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, editado por el litógrafo Gregorio Ibarra a partir de agosto de 1837 y único ejemplar que se conserva en el Museo de Instrumentos Musicales Dr. Emilio Azzarini de la UNLP.
Como prólogo a la reproducción de esta pieza histórica, un extenso y muy completo escrito de la musicóloga Melanie Plesch analiza con rigor y sabiduría no sólo el contenido del mismo sino su apariencia y la circunstancia histórica de su aparición.
Hojeo el mismo y compruebo con desazón que no es lo que buscaba, pero el azar, y la amable diligencia del bibliotecario, ponían ante mí el hallazgo de algo que no tenía previsto, como ratificación de las palabras del ilustre escritor, antiguo transeúnte de esos mismos pasillos.
Sigo con atención las mismas páginas, y leo la afirmación de Melanie Plesch que en el Tesoro de la Biblioteca Nacional hay un ejemplar del Cancionero Musical de Wilde, publicado en el mismo año y que era lo que yo buscaba, consistente en las letras de canciones de la época, pero sin su música. Mi intención de hallar las partituras de Rosquellas, Alberdi, Esnaola y otros de esas canciones se desvanecía. Sin embargo, al mismo tiempo podía ver otras composiciones de algunos de estos autores, de indudable valor histórico y musicológico.
Dentro de este Boletín, ignoro lo que habrá en los otros quince y si alguna vez serán hallables, aparecen dos pequeñas piezas para guitarra: un Minué de Fernando Cruz Cordero y una Valsa de Nicanor Albarellos.
En el primero, en la tonalidad de Do Mayor, figura como autor el nombre Dn F.M. Cordero, indudablemente una confusión del copista que adjudica al padre, Fernando María, lo que pertenece al muy joven hijo Fernando Cruz Cordero, hábil guitarrista nacido en Montevideo en 1822 y muerto en París en 1863. El padre, por lo que sabemos, no tiene ningún antecedente ni como músico ni como guitarrista, aspectos que Fernando hijo los llena sobradamente, por lo que es presumible su autoría casi con seguridad. Otro olvido en esta versión aparece en el compás once donde resulta evidente la omisión de los sostenidos a los dos Fa del acorde.
La otra pieza es una Valsa adjudicada por el copista a N.A., iniciales que corresponden a Nicanor Albarellos (Buenos Aires 1810-1891), prestigioso médico y afamado guitarrista, nacido en la localidad de San Isidro. Hoy una de las calles de ese municipio lleva su nombre.
Acerca de sus datos biográficos no me extenderé ya que ellos pueden encontrarse en mi trabajo sobre "La Guitarra en la Música Sudamericana", y a él remito al lector interesado.
Ambas piezas, si bien breves, por su refinamiento y elegancia trasuntan el espíritu de los salones ilustrados, reuniones de gente de distinguido nivel social donde la música y la poesía eran el centro de interés.
Se contrapone, por cierto, a la guitarra ruda y agreste de los cielitos y cifras utilizada por las manos más toscas de gauchos y payadores para acompañar la voz. Estas características nos reflejan un cierto nivel social, pero carecen, es necesario aclarar, de una linealidad directa con simpatías políticas. Si bien Albarellos fue un ferviente antirrosista, en cambio Cruz Cordero no hizo obstáculo en adherir a la causa federal para conseguir el grado de doctor en la Universidad de Buenos Aires, en la década de 1840. No se podría afirmar con esto su apego a la causa rosista, pero por su trayectoria no estaba enfrentado a ella de ningún modo. Ambos, sí, participaban del mundo social urbano, elegante y fino, en contraposición al de orilleros y campesinos.
He aquí, pues, dos piezas para guitarra, publicadas en 1837, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, y que son uno de los poquísimos ejemplos que podemos rescatar de lo que se tocaba en Buenos Aires en esos años. Ambas partituras se pueden consultar en mi sitio de Música del Sur. (http://musicadelsur.4mg.com/guitar.htm)
Al salir del edificio, después del hallazgo, una voz quizás tenue escucho me recuerda al oído: En la sala tranquila/cuyo reloj austero derrama…
Conjeturo serán las sombras de Rosas y Borges encontradas y enfrentadas entre las notas de estas pequeñas piezas, guardadas en los anaqueles de ese viejo templo. ¿Será eso el Paraíso bajo la especie de una biblioteca, del Poema de los Dones?
Néstor Guestrin