miércoles, 23 de julio de 2014

Don Ata en París



  A la imaginería de los sudamericanos, y también para otros de distintas partes del mundo, París ejerce un atractivo especial. Cargado de ideas, rebeldías, símbolos y enseñas de lo que parece novedoso, sus calles, sus monumentos y su antiguo río que lo cruza despiertan en la ilusión ese sentimiento en verdad eterno: el cambio hacia la utopía que vendrá.
  Desde aquella maga que trajina por lugares simbólicos de la mano o de la pluma de Cortázar, o antes, aquella fiesta de la que daba cuenta Hemingway, o aquel Vallejos que poetisa allí su muerte con aguacero un día del cual ya tiene su recuerdo, o los  pintores de la plaza de Montmartre que condensan en sus telas los soles y las luces de las tardes reflejados en los rostros de los paseantes, hasta las barricadas de aquel mayo francés cuando nos esperanzábamos con la imaginación llegando al poder para hacer realidad esas tres míticas palabras de libertad, igualdad y fraternidad, y que allá en aquella Córdoba estudiantil de fines de los sesenta que yo viví se tomaba como emblema para sacudir dictaduras militares retrógradas, inútiles, violentas y sanguinarias.
  Para nosotros, sudamericanos, nos parece aquello lo nuevo, lo válido, lo autorizado. Para ellos, para el francés, o el europeo, lo original, lo novedoso, lo que sacude la cultura ancestral, vieja, anquilosada, está en Sudamérica. Curiosa paradoja.
  Por eso encontrarse y conocer en ese ámbito a alguien que resume lo antiguo para abrirse a lo nuevo desde el más profundo americanismo en los sueños de la música y la guitarra, resulta también una curiosa paradoja.
  Por intermedio de mi tío francés Paul Verdevoye, en una breve estadía parisina que tuvimos a principios de los ochenta, obtuve el número de teléfono de Don Atahualpa Yupanqui. París era su lugar de residencia por entonces.
  Con ansiedad desde un teléfono público marqué el número, y enseguida en su reconocida voz escuché un “aló” típico francés. Mis palabras, lógico, fueron en un castellano propiamente rioplatense para presentarnos como guitarristas argentinos de paso, tratando de mostrar lo nuestro y ya que se nos daba la oportunidad, encontrarnos y cruzar unas palabras con el maestro que queríamos conocer. 
  La respuesta cordial, simpática y sinceramente amistosa fue un “cómo no paisano, véngase a La Coupole, ese café conocido sobre el bulevar Montparnasse, yo estoy ahí todas las mañanas”. Fue como una brisa de la pampa que se filtraba por el tubo del teléfono, con aroma a pasto húmedo, sibilante como el siseo de las ramas de un sauce meciéndose por el viento, era en fin encontrar en ese dicho aquel sonido antiguo y lejano que habíamos dejado antes y retomarlo en esta ciudad que nos resultaba novedosa.
  A la mañana siguiente, y claro, sin dejar pasar un día, estuvimos ahí. De lejos, al llegar, lo vimos sentado a una mesa envuelto en un camperón gris leyendo el diario. Al presentarnos nos invitó enseguida a acompañarlo. Y desde allí fue una extensa charla que duró quien sabe cuanto, aunque en realidad más era lo que escuchábamos, como tímidos principiantes al lado del maestro. Pasaron así comentarios alrededor de la música, la guitarra, el camino que nosotros emprendíamos, los avatares de la historia y sus enfrentamientos con autoritarismos varios. Al tocar el tema político recordó con vaguedad su pasado político, que yo asocié con lo que sabía de su militancia en el Partido Comunista de Argentina y su alejamiento por un verticalismo inconducente, su enfrentamiento al primer peronismo, que incluso llegó hasta la violencia física, aunque de ello lo que más lamentaba era que en algún momento le rompieran su guitarra al entrar al país cuando venía de actuar en Uruguay, porque aquí estaba prohibido. Y al final de este tema difícil, pero nunca cargado de rencor, su definición fue tajante: “Me han puesto variados rótulos, pero al momento de definirme, me digo antifascista”. Sobre todo, la libertad.  
  El paisaje en la música, el cantar como el habla del hombre simple de campo, la guitarra con su sonido íntimo que no debía perderse con ninguna estridencia, y tantas otras cosas, fueron buenos consejos que recibíamos para andar y recorrer un camino difícil, arduo, muchas veces doloroso, pero que al final, a veces, se alcanza a la mejor de las metas, al gran premio, como muchas veces él lo repetía, lo más valioso, llegar a ser anónimo. Que la música de uno llegue a ser propiedad de todos, ya no importa quien la hubiera hecho, lo importante es que la gente común se la apropiara para hacerla suya. Qué importa quien es el autor de la “Luna Tucumana” o la “Zamba del Grillo”, si cualquier guitarrero cantor la hace suya para echarla al aire y decir con ella lo que siente.
 
A la reunión se sumó luego su compañera de siempre, Nenette, exquisita pianista, arregladora y coautora de muchas de sus canciones con el seudónimo “Pablo Del Cerro”. Nacida en el seno de una aristocrática familia francesa en unas islas cerca de Canadá, había venido a Buenos Aires para completar su formación musical, según tengo entendido, y fue entonces que conoció en Tucumán a Héctor Chavero. Desde entonces quedó unida al personaje armado entre los dos de Atahualpa Yupanqui, con aquella primera canción de principios de los años cuarenta, “Camino del Indio”. Mucha de su música lleva el sello inconfundible de ella, como para confirmar aquello que se suele decir, al lado de un gran hombre hay siempre una gran mujer.
  Ya casi al final de la charla le alcanzo un cassette, el medio físico que por entonces se usaba para dejar constancia de la habilidad musical, con nuestras versiones en guitarra, que hacía poco habíamos publicado. Se lo lleva al bolsillo de su camisa, y en un ademán cargado de significado nos dice tocándose ese lado izquierdo del pecho, “lo llevo aquí”.
  Otras veces lo vi después en Buenos Aires, y él también recordaba aquella entrevista, cerca de su casa, a la vuelta de aquel mítico café parisino, según me confiaba.
  Después, andando el tiempo, trabé relación con su hijo, Roberto, conocido por su sobrenombre “el kolla” o “el coya”, depende cómo se lo escriba. Me sugirió hacer un álbum para flauta dulce y guitarra con las canciones del viejo maestro, que por supuesto lo hice con el mayor de los gustos. Para eso me alcanzó una cantidad de partituras de las piezas más conocidas, o las que no son tanto. Y en muchas de ellas creí ver la mano de Nenette…
  En la introducción de la “Los Ejes de mi Carreta”, la tan conocida milonga yupanquiana con versos del uruguayo Romildo Risso, una serie de acordes se entrelazan y suceden a la manera de un coral de Bach hasta llegar a la parte con ritmo ya milongueado que lleva luego al canto “Porque no engraso los ejes…” Don Ata la cantaba y era otra la forma de llegar con su guitarra a ese verso. Pero en mi versión de guitarra solista quise respetar ese “a modo de un coral de Bach”…
 

Los Ejes de mi Carreta, de Atahualpa Yupanqui, por Néstor Guestrin

lunes, 30 de junio de 2014

El duende de Salta

    La veleta que flamea en lo alto de la torre del Cabildo de Salta representa un pequeño ser, un duende según el saber popular, que desde allí parece hacerse presente en toda la vida de la ciudad, como un fisgón, un indiscreto entrometido en la vida de todos. Debe observárselo detenidamente, levantando la vista, para no pasar inadvertido y se lo verá ahí en la altura, tomado de un asta, risueño, ágil y juguetón. Es un protagonista clásico e indisoluble de los aconteceres cotidianos salteños, así decía el agudo observador de hechos, situaciones y personajes lugareños, como lo fue el recordado Cuchi Leguizamón, quien afirmaba que en todo estaba presente y en todo se hacía sentir esa figura representada ahí por un pequeño ser vestido de un modo llamativo, como un antiguo paje cortesano, con una antorcha o una flor en su mano derecha, quizás una flor de lis, la otra tomado del mástil que lo sostiene y los pies en posición de baile saltarín, y que algunos llaman el diablito de Salta. Lo de diablito debe interpretarse por las travesuras constantes que comete, pero creo es más propio y acertado nombrarlo como el duende salteño. 
    Y su primer travesura habrá sido confundir al arquitecto constructor del Cabildo salteño que dejó a la torre descentrada con respecto al edificio, y además si bien se observa se verá que los arcos de la planta superior no se corresponden con los de la planta baja por lo que parece que los arcos superiores bailan sobre los inferiores. Abajo actualmente hay catorce arcos, y arriba se completa con quince, y ¡medio!, para llegar hasta el final de la construcción en un esfuerzo métrico arquitectónico. En la última refacción ese medio se rellenó engrosando la última columna para salvar tal desquicio. 
    Según cuentan los historiadores en esa torre antiguamente había un reloj. Alguien parece dispuso llevarlo a la torre de la Catedral del otro lado de la plaza 9 de Julio, y restaurar ese pequeño demonio sacado antes de su lugar por otras manos. Sabia decisión tomó ese funcionario público en llevar a un lugar santo un aparato que mide el tiempo de las personas marcando seriedad y mesura a las conductas humanas, y reemplazarlo del otro lado de la plaza por ese ser díscolo y revoltoso, siempre dispuesto a perturbar y trastornar todo.
   
El Cuchi decía que este duende andaba encontrando y desencontrando a la gente, a las señoras de antes les hacía cortar la leche al hervirla, al caminante distraído tropezar con una baldosa, y agriarle el vino a los que no lo compartían. Y cuando andaba queriendo enamorar, bailando era temible, sobre todo en carnaval.
     Quizás este duende haya dado a la ciudad esa virtud de inventar una serie de personajes que entre cuentos, versos y música proporcionaron una fisonomía particular a su naturaleza artística y la ubicaron como centro poético musical de la canción popular de aquellos tiempos, los años de mi época de adolescente.
    Y todo eso lo habré incorporado para la aventura de la creación musical.
    Compañero infaltable del Cuchi era el gran Manuel J. Castilla, socio y cómplice en una larga y exquisita serie de canciones. Otros nombres valiosos se asocian a ellos en esa lista de creadores de todo ese movimiento que ya hoy es historia, y difícilmente se pueda igualar, a juzgar por lo que se oye hoy.
    Infinidad de anécdotas se tejen alrededor de sus figuras, siempre con humor, ingenio y sobre todo embebidas de una infinita libertad imaginativa.
    Una de la que fui partícipe puedo contar.
    En esos mis tiempos de adolescente andaba con otros amigos de barrio, guitarra en mano, intentando emular a cuanto conjunto folklórico salía a conquistar escenarios. Al frente de mi casa sabían reunirse a veces poetas y amigos de la noche y el vino, en lo de Pacheco, veterano de aquellas lides. En una época anterior, el dueño de casa, don Eduardo, había formado el dúo Benítez-Pacheco, conocido allá por los años ’40, y ya por entonces, dedicado a otros menesteres, no perdía la oportunidad de recordar el oficio de guitarrista y cantor.
    Con mis compañeros de aventura musical en una de esas reuniones fuimos a demostrar nuestras habilidades, y con toda osadía en aquel encuentro, frente a toda la gente, nos largamos a tocar y cantar la Zamba del Pañuelo, con el Cuchi adelante nuestro.
    Al terminar se acerca él, y con ese tono paternal que nos dispensaba, conocidos suyos como éramos de ser alumnos del Colegio Nacional, en su clase de Historia, o de historieta como él la denominaba jocosamente, tomando la guitarra nos corrige afectuosamente: “Aquí no va el acorde que han puesto, ahí (y tararea la parte) va dominante de mi”
    Castilla, don Manuel J., vaso de vino en la mano, sentado ahí cerca, con tono solemne, suelta en el momento: “Mirálo al Cuchi de ególatra el tono que le va a pedir a los changos, ¡dominante de Mi!”
Néstor Guestrin



     Aquí está nuestra versión del Carnavalito del Duende, para invocar aquel duende salteño y aquellas figuras señeras.