Y la versión con canto con la Orquesta Municipal de Salta dirigida por Eduardo Storni:
Néstor Guestrin
Zamba de Argamonte
Entre tantos personajes lugareños que supieron retratar en sus canciones hay uno que, es curioso, sale de una ficción literaria, de una novela. O en este caso de una realidad ficcionalizada (permítaseme el término, pues, como aquí, es no fingida ni ficticia). Federico Gauffin (1887-1937) fue un periodista y escritor salteño apenas hoy conocido en su medio provinciano. Sólo llegó a publicar cuentos y poemas en revistas y diarios, y muy pocos libros, entre ellos la novela "En tierras de Magú-Pelá", con la guía y ayuda literaria, anímica y monetaria del pionero de la literatura de aquella región, Juan Carlos Dávalos. Esa primera edición costeada por el autor y la solidaridad de sus amigos se hizo en 1932, luego hubo una segunda reedición, esta vez a cargo de sus familiares, en 1954, y finalmente una fundación salteña concretó una tercera en 1975. En esta última una interesante introducción escrita por Roberto García Pinto nos da cuenta de la amistosa relación de Dávalos con el autor, sus consejos, contribuciones y su ayuda. Sus palabras certeras: "comprenda poeta Gauffin lo viviente de los temas, el color con que relatará escenas verdaderas, vividas en una época y entre unos hombres cuya psicología bárbara, si usted no las novela, se perderá para siempre. Usted tiene en su corazón y en su cabeza un tesoro espiritual inexplotado, original y profundamente interesante…" Si el artista no la plasma en su obra, esa realidad se perderá para siempre, le dice con aguda intuición su amigo Dávalos.
Así surge esta narración de un joven en un viaje, que es una huida, hacia el norte salteño, hacia las tierras del cacique Magú-Pelá, el jefe de todos los matacos, a orillas del río Pilcomayo, a principios del siglo XX, cuando los dueños de esas tierras eran aquellos pueblos originarios. Allí aparece, entre tantas desdichas y aventuras, el gaucho Pancho Argamonte, quien será el amigo y guía de quien hace el relato, también él huyendo, pero de la justicia y la injusticia que lo persigue.
La noche que ande Argamonte
tiene que ser noche negra,
por si lo vienen siguiendo
y le brillan las espuelas.
Su pasado enfrentado a la ley y al orden establecido, quizás como aquel otro Martín Fierro, lo oprime, lo hostiga, por ello busca refugio en el monte y la tierra gobernada por otros hombres.
Argamonte por el monte
pasa despacio a caballo,
los lazos de su memoria
al aire van cuatrereando.
El recuerdo de su mujer y sus hijos que han quedado a merced de un comisario prepotente y autoritario golpea en su conciencia y el autor del relato, su amigo, sabrá entenderlo y ayudarlo.
Cuando Argamonte se acuerda
que andaba por esos chacos
la luna le pone encima
la sombra del contrabando.
La pena de Argamonte por su exilio se abre en un canto dolido expulsado hacia el fluir del río en su torrente.
Y si canta una baguala
a orillas del Pilcomayo,
el agua se lleva un toro
cuando lo están despenando.
Argamonte pasa así a ser la figura sobresaliente de la novela, aquel que además de ser un buen cazador de fieras, hecho a la vida de la selva y, como todo gaucho, diestro para el caballo y el cuchillo, es por sobre todo el que será su fiel amigo y sabio consejero en las cosas de la vida. Es la historia de esa amistad el eje del relato.
¿Puede la música cargar por si sola con este contenido? La obra del Cuchi Leguizamón, salvo un par de excepciones intrascendentes, está compuesta en su totalidad por canciones con letras. En una versión guitarrística que intento hacer de alguna de ellas, recordando su perfil recortado frente al piano en su casa salteña de la calle Balcarce, con el fondo del cerro San Bernardo a sus espaldas, viene a mi memoria cómo me hacía el relato de la historia, leía luego algo de la letra y después se explayaba a sus anchas sobre el teclado, sin canto.
Así espero que llegue al oyente, recordando aquel personaje, el amigo perseguido, como lo dice el estribillo de la canción.
El gaucho que anda escapando
no desensille;
no vaya que andando el vino
me lo acuchille.
Néstor Guestrin