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jueves, 1 de marzo de 2012

El Maestro Botelli

  Ciertas personas, muy pocas, suelen ser referentes imprescindibles para un medio determinado. Tal el caso de don José Juan Botelli en el paisaje cultural de Salta. Su figura, unida al ámbito artístico provinciano de aquellos años donde la música, la poesía, las letras allí creadas, trascendieron al país y al mundo, fue reconocida dentro de su ciudad, pero quizás no tanto hacia fuera. Algunas de sus obras quedaron insertas en el imaginario popular del país, pero no el nombre de su autoría, rara virtud que las valoriza más aun. Cómo no recordar entre ellas a “La Felipe Varela” o “Salteño Viejo”, canciones que han tenido una enorme difusión pero cuyo autor no consiguió esa misma notoriedad.
   Y así como traigo los recuerdos de esa memoria colectiva, traigo los míos sobre este buen maestro. Suele designarse con este título a quien ejerce la profesión de músico, o a quien dedica su tiempo a la docencia. Pero en este caso, además de que don Botelli haya desarrollado esas actividades, podría asociar esa nominación a quien hace de guía en las cosas de la vida, a quien se eleva sobre el resto, como aquella viga que sostiene un techo desde un lugar preferencial y sobresaliente.
   En mi infancia, cuando el lugar de juego era la vereda, solíamos verlo pasar por la calle cabalgando su motoneta, como un caballero enhiesto de riguroso traje oscuro y moño al cuello. Su estampa era para nosotros, chiquilines de barrio, comparable a la de un gentilhombre noble y distinguido, cortesano elegante de un tiempo pasado. Poco después asocié esa figura a la primera música que toqué en la guitarra, precisamente “La Felipe Varela”. Su trajinar por los pasillos del Colegio Nacional, sus notas en el suplemento cultural del diario local, sus apariciones con comentarios diversos en la televisión salteña, sus conciertos de piano, donde a veces compartía con otra figura inolvidable, el Cuchi Leguizamón, lo hicieron un personaje reconocible e impar para esa pequeña ciudad como era aquella Salta, donde lo local era valuado en mayor medida precisamente por su localismo.
   Alguien me comentó que lo veía como un caballero renacentista, ya que no sólo dedicaba su tiempo a la escritura, a la composición y a la ejecución musical, sino que en alguna ocasión también armaba sus propias ediciones literarias. Con una vieja linotipo descartada del taller del diario local que había llevado a su casa componía sus textos, luego los imprimía y finalmente terminaba la factura de sus libros cosiéndolos él mismo a mano.
   Autor de reflexiones agudas y plenas de ironías, están ellas reunidas en sus Soliloquios:
Uno no escribe para que lo lean
sino para aprender a escribir
y uno aprende a escribir
para que lo lean.
   Otra, más mordaz, es:
El hombre pertenece al reino animal… pero algunos más que otros.
   En un concierto que hicimos en Salta, recuerdo su figura singular al venir a saludarnos al final, con una sonrisa enorme, sus brazos abiertos para envolvernos en un abrazo y en sus manos muchas de sus partituras para obsequiarnos.
   También viene a mi memoria un día de verano al encontrarnos en la calle y ante su pregunta si haríamos alguna presentación, le respondo que no, sólo estábamos de vacaciones. Su respuesta, hermosa, fue: Claro, mucho calor para conciertos.
   Años después, a mediados de los ’90, se me dio la oportunidad de homenajearlo, a él y a su generación que hicieron de Salta una referencia obligada para la música popular argentina. Con el director de la entonces Orquesta Municipal de Salta, Eduardo Storni, convenimos en armar un repertorio de música de autores locales, para lo cual hice varios arreglos orquestales, algunos de piezas conocidas y otras no tanto.
“Cantaré cuando me muera” es una de sus zambas más bellas. Según él, la compuso después de un grave problema de salud que al superarlo, lo trasmutó en una canción. Así pudo convertir el dolor y la angustia en deleite y sosiego.
Cuando me tenga que ir
mi sombra dejaré,
canción nacida de mi soñar
por andar, por amar y cantar.
 
   He aquí esa música en su recuerdo, la versión orquestal que hice de su canción:
 
Cantaré cuando me muera - J.J.Botelli - Arreglo orquestal de Néstor Guestrin.

Y la versión con canto con la Orquesta Municipal de Salta dirigida por Eduardo Storni:





Néstor Guestrin                                 

jueves, 12 de noviembre de 2009

Argamonte: de la letra a la música

Zamba de Argamonte

La canción popular es una historia musicalizada. Desde los tiempos del Medioevo europeo, cuando trovadores y troveros recorrían castillos y cortes cantando y contando a su manera los sucesos de los cuales testificaban poéticamente hasta nuestra época y lugar, cambiaron en algo las formas, los instrumentos, el lenguaje, los medios y tal vez quizás los oyentes, pero la finalidad en su esencia es la misma: unir la palabra a la música para dar testimonio de un hecho o un personaje. Si esa cualidad testimonial no se cumple es simplemente una letra vacía con un sonido vano, algo trivial, cosa que comprobamos a menudo. Sin embargo hay y hubo en nuestra historia reciente, poetas y músicos que hicieron honor a tal desafío y lo lograron de un modo exquisito. Manuel J. Castilla y Gustavo "Cuchi" Leguizamón desde su Salta originario fueron precisamente algunos de esos creadores que llevaron la simple canción popular a un rango artístico maravilloso y magnífico.

Entre tantos personajes lugareños que supieron retratar en sus canciones hay uno que, es curioso, sale de una ficción literaria, de una novela. O en este caso de una realidad ficcionalizada (permítaseme el término, pues, como aquí, es no fingida ni ficticia). Federico Gauffin (1887-1937) fue un periodista y escritor salteño apenas hoy conocido en su medio provinciano. Sólo llegó a publicar cuentos y poemas en revistas y diarios, y muy pocos libros, entre ellos la novela "En tierras de Magú-Pelá", con la guía y ayuda literaria, anímica y monetaria del pionero de la literatura de aquella región, Juan Carlos Dávalos. Esa primera edición costeada por el autor y la solidaridad de sus amigos se hizo en 1932, luego hubo una segunda reedición, esta vez a cargo de sus familiares, en 1954, y finalmente una fundación salteña concretó una tercera en 1975. En esta última una interesante introducción escrita por Roberto García Pinto nos da cuenta de la amistosa relación de Dávalos con el autor, sus consejos, contribuciones y su ayuda. Sus palabras certeras: "comprenda poeta Gauffin lo viviente de los temas, el color con que relatará escenas verdaderas, vividas en una época y entre unos hombres cuya psicología bárbara, si usted no las novela, se perderá para siempre. Usted tiene en su corazón y en su cabeza un tesoro espiritual inexplotado, original y profundamente interesante…" Si el artista no la plasma en su obra, esa realidad se perderá para siempre, le dice con aguda intuición su amigo Dávalos.

Así surge esta narración de un joven en un viaje, que es una huida, hacia el norte salteño, hacia las tierras del cacique Magú-Pelá, el jefe de todos los matacos, a orillas del río Pilcomayo, a principios del siglo XX, cuando los dueños de esas tierras eran aquellos pueblos originarios. Allí aparece, entre tantas desdichas y aventuras, el gaucho Pancho Argamonte, quien será el amigo y guía de quien hace el relato, también él huyendo, pero de la justicia y la injusticia que lo persigue.

La noche que ande Argamonte

tiene que ser noche negra,

por si lo vienen siguiendo

y le brillan las espuelas.

Su pasado enfrentado a la ley y al orden establecido, quizás como aquel otro Martín Fierro, lo oprime, lo hostiga, por ello busca refugio en el monte y la tierra gobernada por otros hombres.


Argamonte por el monte

pasa despacio a caballo,

los lazos de su memoria

al aire van cuatrereando.

El recuerdo de su mujer y sus hijos que han quedado a merced de un comisario prepotente y autoritario golpea en su conciencia y el autor del relato, su amigo, sabrá entenderlo y ayudarlo.


Cuando Argamonte se acuerda

que andaba por esos chacos

la luna le pone encima

la sombra del contrabando.

La pena de Argamonte por su exilio se abre en un canto dolido expulsado hacia el fluir del río en su torrente.


Y si canta una baguala

a orillas del Pilcomayo,

el agua se lleva un toro

cuando lo están despenando.

Argamonte pasa así a ser la figura sobresaliente de la novela, aquel que además de ser un buen cazador de fieras, hecho a la vida de la selva y, como todo gaucho, diestro para el caballo y el cuchillo, es por sobre todo el que será su fiel amigo y sabio consejero en las cosas de la vida. Es la historia de esa amistad el eje del relato.


¿Puede la música cargar por si sola con este contenido? La obra del Cuchi Leguizamón, salvo un par de excepciones intrascendentes, está compuesta en su totalidad por canciones con letras. En una versión guitarrística que intento hacer de alguna de ellas, recordando su perfil recortado frente al piano en su casa salteña de la calle Balcarce, con el fondo del cerro San Bernardo a sus espaldas, viene a mi memoria cómo me hacía el relato de la historia, leía luego algo de la letra y después se explayaba a sus anchas sobre el teclado, sin canto.


Así espero que llegue al oyente, recordando aquel personaje, el amigo perseguido, como lo dice el estribillo de la canción.


El gaucho que anda escapando

no desensille;

no vaya que andando el vino

me lo acuchille.

Néstor Guestrin