viernes, 6 de marzo de 2015

Esteban Eitler: de Juan Carlos Paz a Violeta Parra



  En 1936 llegaba a Buenos Aires el joven músico Stefan Eitler huyendo de la barbarie europea. Acá pasó a llamarse Esteban Eitler.
  Había nacido el 25 de Junio de 1913 en Bozen o Bolzano, hoy el Tirol italiano, por entonces parte del Imperio Austro-Húngaro. Estudió música (violoncelo, flauta y piano) en la Real Academia de Budapest llegando a ser primer flautista de la Orquesta de esa ciudad.
  Al llegar a esta tierra conoció a una alemana judía, Ilse Lustig, y ante lo que se vivía en Europa decidieron quedarse y no regresar. Tuvieron dos hijos: Rolando y Valter.
  Según el relato de la investigadora chilena Daniela Fugellie [1], de quien obtuve alguno de estos datos anteriores, en esos primeros tiempos en Buenos Aires participó en varios ensambles como flautista y en viajes a Bolivia se interesó por la música andina comenzando a componer inspirado en melodías pentatónicas. De esta época son sus obras orquestales Bolivia (suite de cuatro piezas – 1941), Eco Puneño (1942), Esbozos de la Puna Peruana (1943), para piano Tres Piezas Incaicas (1941), y otras para diferentes formaciones.
  En esos años conoció a Juan Carlos Paz, con cuya dirección animó las actividades de la Agrupación Nueva Música, organizando y participando en los conciertos donde difundían las nuevas tendencias musicales y renovando él su lenguaje musical aproximándose al dodecafonismo y a la politonalidad. El mítico Teatro del Pueblo, en un subsuelo sobre la Diagonal Norte, a metros del Obelisco porteño, era el lugar generalmente elegido para esas reuniones.
  Además de componer y tocar crea su propia editorial para publicar su música y la de otros compositores relacionados con él, la Editorial Politonía. En ese catálogo aparecen impresas músicas, a más de las suyas, algunas de su maestro Juan Carlos Paz, de Daniel Devoto, de los brasileros Koellreuter y Edino Krieger, y otros más.
  Dice Juan Carlos Paz en el prólogo de una de sus obras editadas: “Su inquietud y curiosidad por conocer nuevos medios de expresión le ha llevado a ensayar diversas técnicas de la composición, luego de abandonar el impresionismo incaico-pentatonal, habiéndose abocado a los problemas del politonalismo, luego de una etapa intermedia en el que cultivó el postimpresionismo, para desembocar últimamente en el atonalismo integral y luego en la técnica de los doce sonidos.
   Resulta muy extraña, a la luz de estos datos, la cita que hace el periodista Julio Nudler en su escrito “Tango Judío”, una recopilación de anécdotas referidas a músicos judíos que participaban en orquestas de tango y música popular, aquella en la que menciona a Eitler, tomada de los dichos de otro músico, Gregorio Surif, primer violín del Teatro Maipo, aclarando, eso sí, que era su enemigo íntimo: “…el fascismo que se respiraba en la atmósfera de esos primeros años 40, mientras los nazis arrasaban Europa, le infundía miedo. Para colmo, en la orquesta del teatro había un flautista sudtirolés, manifiestamente nacionalsocialista, llamado Stefan Eitler. Sólo había que cambiarle la E por una H… Curiosamente, en un libro dedicado al forzado exilio austríaco (“Wie weit ist Wien”, de la editorial Picus, publicado en castellano como Qué lejos está Viena) se incluye a Eitler como emigrado de Hungría en 1936, para huir del régimen pronazi de Horthy.
  A mi juicio un agravio de Surif sólo explicable por esa enemistad personal que menciona al principio de la nota el mismo Nudler, pero resulta inexplicable que el autor de ese anecdotario se haya hecho eco de tal infundio con esa aseveración calumniosa. Cosas de periodistas.
    Y además de la música dedica también su creatividad a la plástica, formando parte destacada del movimiento vanguardista Arte Madí.
  A principios de la década del ’50 se traslada a vivir a Chile, donde forma el grupo musical Tonus, de amplia relevancia en la actividad creativa musical.
  Dice Gustavo Becerra, reconocido compositor chileno: “Este vacío de presencia, principalmente de música contemporánea europea, lo trataron de llenar, en un esfuerzo enorme, los integrantes del grupo TONUS, impulsado desde su origen por esa personalidad generosa, desprejuiciada e impetuosa, de gran calidad artística, que fuera el compositor argentino, de origen tirolés, Esteban Eitler.[2]
  No sólo se dedica a la llamada “música seria” o “de concierto” como flautista, sino a la música popular, como acordeonista y director del grupo Don Esteban y sus Trotamundos. Encuentro en este sentido una grabación histórica: un disco de aquellos llamados “dobles de 45 r.p.m.” donde él figura como acordeonista y flautista, y si bien allí no lo menciona, seguramente sería el arreglador y el productor fonográfico del mismo, la “primera grabación en vinilo” (como se dice en el comentario), de Violeta Parra,[3] de 1955.
  En 1957 se traslada con su familia a São Paulo, Brasil, y allí fallece, muy joven aun, de leucemia, un 25 de Junio de 1960.
  En mi caso llegué a tomar contacto y conocer algo de su obra a través de la biblioteca personal de otra gran personalidad olvidada, el guitarrista y trompetista brasilero residente en Buenos Aires, Augusto Marcellino. Quien tenía a cargo la misma después de su muerte, su alumna Lucila Saab, me facilitó algunos ejemplares de aquella Editorial Politonía. Entre ellos un álbum titulado “Música de Vanguardia Latino Americana”, publicado en marzo de 1949. Además de obras de Juan Carlos Paz y Daniel Devoto, aparece, de Eitler, la Sonatina 1942, para wiolaum o guitarra, fechada en Noviembre de 1942. El término wiolaum era el nombre que Marcellino daba a la guitarra, tomado, quizás, del portugués antiguo. La escritura estaba hecha según el curioso criterio de Marcellino: en dos líneas, la superior en clave de Sol en 1º línea, y la inferior en clave de DO en 1º línea. Los números y letras de la digitación siguen también el personal enfoque de Marcellino, diferente al tradicional. Más allá de estos criterios, harto discutibles por cierto y que a lo único que conducen es dificultar la lectura, aparece una obra de inusitada belleza, gran complejidad técnica y enorme interés. Me animaría a decir una obra de capital importancia en la literatura guitarrística rioplatense. Tiene tres movimientos: Lento y suave, Alegre y rítmico, y Lento y melancólico.
  La toqué en varios conciertos, y he aquí la grabación que hice hace algunos años.

Sonatina 1942 - Esteban Eitler - Por Néstor Guestrin

miércoles, 23 de julio de 2014

Don Ata en París



  A la imaginería de los sudamericanos, y también para otros de distintas partes del mundo, París ejerce un atractivo especial. Cargado de ideas, rebeldías, símbolos y enseñas de lo que parece novedoso, sus calles, sus monumentos y su antiguo río que lo cruza despiertan en la ilusión ese sentimiento en verdad eterno: el cambio hacia la utopía que vendrá.
  Desde aquella maga que trajina por lugares simbólicos de la mano o de la pluma de Cortázar, o antes, aquella fiesta de la que daba cuenta Hemingway, o aquel Vallejos que poetisa allí su muerte con aguacero un día del cual ya tiene su recuerdo, o los  pintores de la plaza de Montmartre que condensan en sus telas los soles y las luces de las tardes reflejados en los rostros de los paseantes, hasta las barricadas de aquel mayo francés cuando nos esperanzábamos con la imaginación llegando al poder para hacer realidad esas tres míticas palabras de libertad, igualdad y fraternidad, y que allá en aquella Córdoba estudiantil de fines de los sesenta que yo viví se tomaba como emblema para sacudir dictaduras militares retrógradas, inútiles, violentas y sanguinarias.
  Para nosotros, sudamericanos, nos parece aquello lo nuevo, lo válido, lo autorizado. Para ellos, para el francés, o el europeo, lo original, lo novedoso, lo que sacude la cultura ancestral, vieja, anquilosada, está en Sudamérica. Curiosa paradoja.
  Por eso encontrarse y conocer en ese ámbito a alguien que resume lo antiguo para abrirse a lo nuevo desde el más profundo americanismo en los sueños de la música y la guitarra, resulta también una curiosa paradoja.
  Por intermedio de mi tío francés Paul Verdevoye, en una breve estadía parisina que tuvimos a principios de los ochenta, obtuve el número de teléfono de Don Atahualpa Yupanqui. París era su lugar de residencia por entonces.
  Con ansiedad desde un teléfono público marqué el número, y enseguida en su reconocida voz escuché un “aló” típico francés. Mis palabras, lógico, fueron en un castellano propiamente rioplatense para presentarnos como guitarristas argentinos de paso, tratando de mostrar lo nuestro y ya que se nos daba la oportunidad, encontrarnos y cruzar unas palabras con el maestro que queríamos conocer. 
  La respuesta cordial, simpática y sinceramente amistosa fue un “cómo no paisano, véngase a La Coupole, ese café conocido sobre el bulevar Montparnasse, yo estoy ahí todas las mañanas”. Fue como una brisa de la pampa que se filtraba por el tubo del teléfono, con aroma a pasto húmedo, sibilante como el siseo de las ramas de un sauce meciéndose por el viento, era en fin encontrar en ese dicho aquel sonido antiguo y lejano que habíamos dejado antes y retomarlo en esta ciudad que nos resultaba novedosa.
  A la mañana siguiente, y claro, sin dejar pasar un día, estuvimos ahí. De lejos, al llegar, lo vimos sentado a una mesa envuelto en un camperón gris leyendo el diario. Al presentarnos nos invitó enseguida a acompañarlo. Y desde allí fue una extensa charla que duró quien sabe cuanto, aunque en realidad más era lo que escuchábamos, como tímidos principiantes al lado del maestro. Pasaron así comentarios alrededor de la música, la guitarra, el camino que nosotros emprendíamos, los avatares de la historia y sus enfrentamientos con autoritarismos varios. Al tocar el tema político recordó con vaguedad su pasado político, que yo asocié con lo que sabía de su militancia en el Partido Comunista de Argentina y su alejamiento por un verticalismo inconducente, su enfrentamiento al primer peronismo, que incluso llegó hasta la violencia física, aunque de ello lo que más lamentaba era que en algún momento le rompieran su guitarra al entrar al país cuando venía de actuar en Uruguay, porque aquí estaba prohibido. Y al final de este tema difícil, pero nunca cargado de rencor, su definición fue tajante: “Me han puesto variados rótulos, pero al momento de definirme, me digo antifascista”. Sobre todo, la libertad.  
  El paisaje en la música, el cantar como el habla del hombre simple de campo, la guitarra con su sonido íntimo que no debía perderse con ninguna estridencia, y tantas otras cosas, fueron buenos consejos que recibíamos para andar y recorrer un camino difícil, arduo, muchas veces doloroso, pero que al final, a veces, se alcanza a la mejor de las metas, al gran premio, como muchas veces él lo repetía, lo más valioso, llegar a ser anónimo. Que la música de uno llegue a ser propiedad de todos, ya no importa quien la hubiera hecho, lo importante es que la gente común se la apropiara para hacerla suya. Qué importa quien es el autor de la “Luna Tucumana” o la “Zamba del Grillo”, si cualquier guitarrero cantor la hace suya para echarla al aire y decir con ella lo que siente.
 
A la reunión se sumó luego su compañera de siempre, Nenette, exquisita pianista, arregladora y coautora de muchas de sus canciones con el seudónimo “Pablo Del Cerro”. Nacida en el seno de una aristocrática familia francesa en unas islas cerca de Canadá, había venido a Buenos Aires para completar su formación musical, según tengo entendido, y fue entonces que conoció en Tucumán a Héctor Chavero. Desde entonces quedó unida al personaje armado entre los dos de Atahualpa Yupanqui, con aquella primera canción de principios de los años cuarenta, “Camino del Indio”. Mucha de su música lleva el sello inconfundible de ella, como para confirmar aquello que se suele decir, al lado de un gran hombre hay siempre una gran mujer.
  Ya casi al final de la charla le alcanzo un cassette, el medio físico que por entonces se usaba para dejar constancia de la habilidad musical, con nuestras versiones en guitarra, que hacía poco habíamos publicado. Se lo lleva al bolsillo de su camisa, y en un ademán cargado de significado nos dice tocándose ese lado izquierdo del pecho, “lo llevo aquí”.
  Otras veces lo vi después en Buenos Aires, y él también recordaba aquella entrevista, cerca de su casa, a la vuelta de aquel mítico café parisino, según me confiaba.
  Después, andando el tiempo, trabé relación con su hijo, Roberto, conocido por su sobrenombre “el kolla” o “el coya”, depende cómo se lo escriba. Me sugirió hacer un álbum para flauta dulce y guitarra con las canciones del viejo maestro, que por supuesto lo hice con el mayor de los gustos. Para eso me alcanzó una cantidad de partituras de las piezas más conocidas, o las que no son tanto. Y en muchas de ellas creí ver la mano de Nenette…
  En la introducción de la “Los Ejes de mi Carreta”, la tan conocida milonga yupanquiana con versos del uruguayo Romildo Risso, una serie de acordes se entrelazan y suceden a la manera de un coral de Bach hasta llegar a la parte con ritmo ya milongueado que lleva luego al canto “Porque no engraso los ejes…” Don Ata la cantaba y era otra la forma de llegar con su guitarra a ese verso. Pero en mi versión de guitarra solista quise respetar ese “a modo de un coral de Bach”…
 

Los Ejes de mi Carreta, de Atahualpa Yupanqui, por Néstor Guestrin

lunes, 30 de junio de 2014

El duende de Salta

    La veleta que flamea en lo alto de la torre del Cabildo de Salta representa un pequeño ser, un duende según el saber popular, que desde allí parece hacerse presente en toda la vida de la ciudad, como un fisgón, un indiscreto entrometido en la vida de todos. Debe observárselo detenidamente, levantando la vista, para no pasar inadvertido y se lo verá ahí en la altura, tomado de un asta, risueño, ágil y juguetón. Es un protagonista clásico e indisoluble de los aconteceres cotidianos salteños, así decía el agudo observador de hechos, situaciones y personajes lugareños, como lo fue el recordado Cuchi Leguizamón, quien afirmaba que en todo estaba presente y en todo se hacía sentir esa figura representada ahí por un pequeño ser vestido de un modo llamativo, como un antiguo paje cortesano, con una antorcha o una flor en su mano derecha, quizás una flor de lis, la otra tomado del mástil que lo sostiene y los pies en posición de baile saltarín, y que algunos llaman el diablito de Salta. Lo de diablito debe interpretarse por las travesuras constantes que comete, pero creo es más propio y acertado nombrarlo como el duende salteño. 
    Y su primer travesura habrá sido confundir al arquitecto constructor del Cabildo salteño que dejó a la torre descentrada con respecto al edificio, y además si bien se observa se verá que los arcos de la planta superior no se corresponden con los de la planta baja por lo que parece que los arcos superiores bailan sobre los inferiores. Abajo actualmente hay catorce arcos, y arriba se completa con quince, y ¡medio!, para llegar hasta el final de la construcción en un esfuerzo métrico arquitectónico. En la última refacción ese medio se rellenó engrosando la última columna para salvar tal desquicio. 
    Según cuentan los historiadores en esa torre antiguamente había un reloj. Alguien parece dispuso llevarlo a la torre de la Catedral del otro lado de la plaza 9 de Julio, y restaurar ese pequeño demonio sacado antes de su lugar por otras manos. Sabia decisión tomó ese funcionario público en llevar a un lugar santo un aparato que mide el tiempo de las personas marcando seriedad y mesura a las conductas humanas, y reemplazarlo del otro lado de la plaza por ese ser díscolo y revoltoso, siempre dispuesto a perturbar y trastornar todo.
   
El Cuchi decía que este duende andaba encontrando y desencontrando a la gente, a las señoras de antes les hacía cortar la leche al hervirla, al caminante distraído tropezar con una baldosa, y agriarle el vino a los que no lo compartían. Y cuando andaba queriendo enamorar, bailando era temible, sobre todo en carnaval.
     Quizás este duende haya dado a la ciudad esa virtud de inventar una serie de personajes que entre cuentos, versos y música proporcionaron una fisonomía particular a su naturaleza artística y la ubicaron como centro poético musical de la canción popular de aquellos tiempos, los años de mi época de adolescente.
    Y todo eso lo habré incorporado para la aventura de la creación musical.
    Compañero infaltable del Cuchi era el gran Manuel J. Castilla, socio y cómplice en una larga y exquisita serie de canciones. Otros nombres valiosos se asocian a ellos en esa lista de creadores de todo ese movimiento que ya hoy es historia, y difícilmente se pueda igualar, a juzgar por lo que se oye hoy.
    Infinidad de anécdotas se tejen alrededor de sus figuras, siempre con humor, ingenio y sobre todo embebidas de una infinita libertad imaginativa.
    Una de la que fui partícipe puedo contar.
    En esos mis tiempos de adolescente andaba con otros amigos de barrio, guitarra en mano, intentando emular a cuanto conjunto folklórico salía a conquistar escenarios. Al frente de mi casa sabían reunirse a veces poetas y amigos de la noche y el vino, en lo de Pacheco, veterano de aquellas lides. En una época anterior, el dueño de casa, don Eduardo, había formado el dúo Benítez-Pacheco, conocido allá por los años ’40, y ya por entonces, dedicado a otros menesteres, no perdía la oportunidad de recordar el oficio de guitarrista y cantor.
    Con mis compañeros de aventura musical en una de esas reuniones fuimos a demostrar nuestras habilidades, y con toda osadía en aquel encuentro, frente a toda la gente, nos largamos a tocar y cantar la Zamba del Pañuelo, con el Cuchi adelante nuestro.
    Al terminar se acerca él, y con ese tono paternal que nos dispensaba, conocidos suyos como éramos de ser alumnos del Colegio Nacional, en su clase de Historia, o de historieta como él la denominaba jocosamente, tomando la guitarra nos corrige afectuosamente: “Aquí no va el acorde que han puesto, ahí (y tararea la parte) va dominante de mi”
    Castilla, don Manuel J., vaso de vino en la mano, sentado ahí cerca, con tono solemne, suelta en el momento: “Mirálo al Cuchi de ególatra el tono que le va a pedir a los changos, ¡dominante de Mi!”
Néstor Guestrin



     Aquí está nuestra versión del Carnavalito del Duende, para invocar aquel duende salteño y aquellas figuras señeras.


 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Amicarelli


  Al lado de SADAIC hace años había un pequeño café. Era un salón angosto, de un lado la barra, y del otro unas mesas pegadas a la pared. Al fondo, otras dos o tres mesas completaban las posibilidades del pequeño lugar.
  Un día me encontré a sus puertas con mi amigo Rolando Mañanes, que por entonces oficiaba de inspector musical en la entidad de los compositores. Antes de entregar las planillas de su trabajo solía pasar por ese bar a completarlas.
  “Vení, acompañáme con un café”, me invitó.
  Entramos, y al fondo, en una de esas pocas mesas, un hombre sentado allí, lo saludó y nos invitó a compartirla. Había bebido mucho se veía por su estado.
  Mientras mi amigo llenaba sus papeles, hablamos de música, del piano, de Debussy, de jazz, de tango. Cada tanto este buen hombre, algo mareado, brindando con su copa, tocaba con sus dedos sobre el filo de la mesa que hacía de teclado imaginario para ejemplificar sus dichos.
  Al rato, nos levantamos, lo saludamos y salimos.
  “¿Sabés quien es?”, me preguntó mi amigo refiriéndose al hombre que habíamos dejado envuelto en su nube de música y alcohol.
  “No”, le respondí.
  “Dante Amicarelli, el mejor pianista que tuvo Piazzolla”.
  Como un reflejo instantáneo me vino a mí aquel solo de piano que hace de prólogo en la que sin ninguna duda es la mejor versión de Adiós Nonino.
  Medio aturdido yo por tal revelación apenas pude darle la mano y saludar a mi amigo. No sé adónde iría él. Quizás a entregar sus papeles. Yo me fui caminando despacio por Lavalle hacia Paraná, mientras daban vueltas en mi mente aquellos largos arpegios que se abren para dar paso luego a ese tema tan personal, único y característico.
  Recordé aquellas anécdotas que se cuentan alrededor de esta versión. Que Piazzolla escribió esa larga cadencia pianística, algo más de dos minutos, casi tres, para este pianista, medio jazzero, medio tanguero, que se preciaba de ser un gran lector a primera vista, con todas las dificultades imaginables, como para probar esa habilidad. Y le puso el papel sobre el piano en el primer ensayo y él la tocó de primera y sin ninguna equivocación. Y que en esa primera lectura dejó a todos los músicos del quinteto azorados, incluso al mismo Piazzolla, no sólo por la calidad y virtud técnica, sino por el fraseo y el modo cómo cantaba y cómo expresaba esa conmovedora música. “Lindo arreglito”, fue su único comentario, como para que Piazzolla se tragara su desafío.  Y que un sábado de trasnoche, de madrugada casi, después de una actuación en Michelángelo, allá por el ’69, fueron al estudio de grabación, y la grabaron. El solo de piano de un solo tirón y de una sola vez, igual que en aquel primer ensayo.
  Como una larga improvisación va recorriendo unos acordes hasta desembocar en esa nota larga, lánguida, estremecedora, que se resuelve en dos corcheas para saltar a otra nota larga y cargada de tristeza. Y luego, otras corcheas llevan hacia arriba a otra nota larga, mientras la mano izquierda hace unos arpegios que la acompañan.
  Al terminar ese tema, aparecen unos acordes quedando todo en suspenso y una nota grave da pie para que desde allí el violín y el bandoneón, como pidiendo permiso, como balbuceando, acompañados por sonidos de percusión, comiencen el tango.
  Llegué por Paraná a la esquina de Corrientes. Y allí vi a la singular calle porteña cómo fluye hacia el bajo pasando por el Obelisco, mientras recordaba el final de la versión, la última exposición de ese tema triste, el solo de bandoneón de Piazzolla, quizás él recordando a su padre, apoyado por un acompañamiento sutil y amigable del piano en un segundo plano, para que el bandoneón llore sólo toda su tristeza y dolor.
  Uno intuye entonces ese fluir que sigue hacia el Río, hacia aquella zona que adjetiva a todo lo que tiene que ver con Buenos Aires. El puerto, la porteñidad. Ese solo inicial de piano es algo así, es el prólogo que hace intuir al tango que viene después. Que lo que viene es el sujeto tan bien adjetivado y preparado por ese piano. Y que luego al final acompañará al bandoneón para que suene sólo en su triste soledad.
  Volví mi vista hacia atrás. Imaginé al Maestro Amicarelli saludando y brindando con nosotros desde esa mesa del pequeño bar, hablándonos de Debussy, del piano, del jazz, del tango, con sus dedos moviéndose en ese teclado imaginario de la pequeña mesa, mientras Buenos Aires ahí afuera corría enloquecido por sus calles y veredas.
  Los cafés porteños tienen un encanto especial, ¿no?
Néstor Guestrin




Adiós Nonino – Dante Amicarelli (piano)
Astor Piazzolla y su quinteto
Grabado en 1969 en Estudios Ion




Adiós Nonino por Menecha Casano – Néstor Guestrin
(Dúo de guitarras)
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Adiós Nonino por Menecha Casano y Néstor Guestrin