En mis
años juveniles de estudiante universitario en Córdoba, siempre que volvía a mi
casa paterna en Salta, y lo hacía a menudo, pasaba a visitarlo al Cuchi
Leguizamón por su casa allá en la calle Balcarce, frente a la Sociedad
Española.
Recuerdo de entonces los primeros ensayos de
lo que quería ser el “Dúo de Cámara Salteño” que quedó luego en “Dúo Salteño”.
Numerosas anécdotas me quedan de entonces, pero una en particular: hablando de
mis pretensiones de componer música, mis intentos y mis estudios, además de
remarcarme que había que formarse y estudiar mucho para ello, me dice una vez: “Mirá,
si querés componer tenés que aprender a hacer una melodía”. Se sentó al piano,
me puso una silla al lado, y me dice: “Empecemos con una nota”. Yo alargo mi
brazo y toco un Mi. El toma un papel pentagramado y escribe ese Mi. Y luego
sigue él con varios intentos que los iba escribiendo en renglones sucesivos, hasta
llegar a uno que eran cuatro compases utilizando las doce notas sin repetirlas.
“Ves, una melodía dodecafónica”, me dice. Era de una belleza insuperable. “Seguíla
vos ahora” me indica. Tomé el papel, me fui a mi casa, y con guitarra en mano
intenté varias respuestas, o consecuentes a ese antecedente que me proponía. El
papel quedó allí en algún lado de mis carpetas musicales.
Años después, allá por el ’97, con la relación tan
linda que había establecido con la desaparecida Orquesta Municipal de Salta, y
su director, Eduardo Storni, quise hacer un homenaje no sólo al Cuchi, sino a
todas esas vivencias de años anteriores. Por entonces mi padre se iba yendo en
una lenta agonía.
Revisando papeles encontré aquél donde estaban
escritos esos intentos de melodías, y tomé esos compases escritos por el Cuchi.
A continuación le puse una de mis “respuestas”, la que mejor me sonaba. Luego repetí
esos cuatro compases, y otra de mis “respuestas”. Quedó así una melodía, que
además de sonarme muy bien, tenía ese aire de tristeza que me acompañaba.
Con esa melodía hice una obra para orquesta de
cuerdas que la titulé “Melodía Elegíaca” siguiendo la forma de un tema con
variaciones. Puse una introducción de diez compases, y luego la melodía que la
hacen primero los violines. Después la repetirán los cellos, y de allí la serie
de variaciones.
Mi padre falleció a fines de Marzo del ’97. La
obra se estrenó en Agosto de ese año en el Teatro de la Ciudad de Salta.
Al año siguiente el amigo Storni consiguió traer a
la Orquesta Municipal a Buenos Aires para hacer un concierto memorable en el
Teatro Cervantes. Y digo memorable porque el programa era todo de obras de
autores salteños, salvo la del director. El era jujeño, pero todo queda en
familia como le dije yo. Me había pedido que le indicara cual obra mía estaría
en el programa, y yo le sugerí la “Melodía Elegíaca”.
Un par de días después recibo un llamado
telefónico. Era mi tía Lola, prima hermana de mi padre. Me dice: “Te agradezco
que me hayas invitado a ese concierto de la orquesta de Salta y quiero
felicitarte por tu obra, te vi con mucha gente a tu alrededor al final y no te
quise interrumpir, por eso te llamo ahora. A mi me gusta ir a conciertos, no es
que sea una entendida en música, simplemente voy, escucho y disfruto. A
propósito, la obra tuya la hiciste por tu padre, ¿no?” Atiné a decir “Y, si”.
Pero enseguida siguió ella: “Sabes lo que pasó. Escuchaba tu música, con esa
tristeza, y me acordé de tu padre, de nuestra infancia, nuestra adolescencia, y
empezaron a caerme las lágrimas. Y lloraba. Que habrá pensado la gente que
estaba al lado mío, mirá una vieja loca llorando por una música…”
Mi tía Lola era Luisa Weinschelbaum de Rubino,
aunque todos la conocían como Lola Rubino. Fue una de las fundadoras de Madres
de Plaza de Mayo. Su hija Raquel, a quien conocí cuando llegué a Buenos Aires, fue
“desaparecida” cuando tenía 21 años.