lunes, 30 de junio de 2014

El duende de Salta

    La veleta que flamea en lo alto de la torre del Cabildo de Salta representa un pequeño ser, un duende según el saber popular, que desde allí parece hacerse presente en toda la vida de la ciudad, como un fisgón, un indiscreto entrometido en la vida de todos. Debe observárselo detenidamente, levantando la vista, para no pasar inadvertido y se lo verá ahí en la altura, tomado de un asta, risueño, ágil y juguetón. Es un protagonista clásico e indisoluble de los aconteceres cotidianos salteños, así decía el agudo observador de hechos, situaciones y personajes lugareños, como lo fue el recordado Cuchi Leguizamón, quien afirmaba que en todo estaba presente y en todo se hacía sentir esa figura representada ahí por un pequeño ser vestido de un modo llamativo, como un antiguo paje cortesano, con una antorcha o una flor en su mano derecha, quizás una flor de lis, la otra tomado del mástil que lo sostiene y los pies en posición de baile saltarín, y que algunos llaman el diablito de Salta. Lo de diablito debe interpretarse por las travesuras constantes que comete, pero creo es más propio y acertado nombrarlo como el duende salteño. 
    Y su primer travesura habrá sido confundir al arquitecto constructor del Cabildo salteño que dejó a la torre descentrada con respecto al edificio, y además si bien se observa se verá que los arcos de la planta superior no se corresponden con los de la planta baja por lo que parece que los arcos superiores bailan sobre los inferiores. Abajo actualmente hay catorce arcos, y arriba se completa con quince, y ¡medio!, para llegar hasta el final de la construcción en un esfuerzo métrico arquitectónico. En la última refacción ese medio se rellenó engrosando la última columna para salvar tal desquicio. 
    Según cuentan los historiadores en esa torre antiguamente había un reloj. Alguien parece dispuso llevarlo a la torre de la Catedral del otro lado de la plaza 9 de Julio, y restaurar ese pequeño demonio sacado antes de su lugar por otras manos. Sabia decisión tomó ese funcionario público en llevar a un lugar santo un aparato que mide el tiempo de las personas marcando seriedad y mesura a las conductas humanas, y reemplazarlo del otro lado de la plaza por ese ser díscolo y revoltoso, siempre dispuesto a perturbar y trastornar todo.
   
El Cuchi decía que este duende andaba encontrando y desencontrando a la gente, a las señoras de antes les hacía cortar la leche al hervirla, al caminante distraído tropezar con una baldosa, y agriarle el vino a los que no lo compartían. Y cuando andaba queriendo enamorar, bailando era temible, sobre todo en carnaval.
     Quizás este duende haya dado a la ciudad esa virtud de inventar una serie de personajes que entre cuentos, versos y música proporcionaron una fisonomía particular a su naturaleza artística y la ubicaron como centro poético musical de la canción popular de aquellos tiempos, los años de mi época de adolescente.
    Y todo eso lo habré incorporado para la aventura de la creación musical.
    Compañero infaltable del Cuchi era el gran Manuel J. Castilla, socio y cómplice en una larga y exquisita serie de canciones. Otros nombres valiosos se asocian a ellos en esa lista de creadores de todo ese movimiento que ya hoy es historia, y difícilmente se pueda igualar, a juzgar por lo que se oye hoy.
    Infinidad de anécdotas se tejen alrededor de sus figuras, siempre con humor, ingenio y sobre todo embebidas de una infinita libertad imaginativa.
    Una de la que fui partícipe puedo contar.
    En esos mis tiempos de adolescente andaba con otros amigos de barrio, guitarra en mano, intentando emular a cuanto conjunto folklórico salía a conquistar escenarios. Al frente de mi casa sabían reunirse a veces poetas y amigos de la noche y el vino, en lo de Pacheco, veterano de aquellas lides. En una época anterior, el dueño de casa, don Eduardo, había formado el dúo Benítez-Pacheco, conocido allá por los años ’40, y ya por entonces, dedicado a otros menesteres, no perdía la oportunidad de recordar el oficio de guitarrista y cantor.
    Con mis compañeros de aventura musical en una de esas reuniones fuimos a demostrar nuestras habilidades, y con toda osadía en aquel encuentro, frente a toda la gente, nos largamos a tocar y cantar la Zamba del Pañuelo, con el Cuchi adelante nuestro.
    Al terminar se acerca él, y con ese tono paternal que nos dispensaba, conocidos suyos como éramos de ser alumnos del Colegio Nacional, en su clase de Historia, o de historieta como él la denominaba jocosamente, tomando la guitarra nos corrige afectuosamente: “Aquí no va el acorde que han puesto, ahí (y tararea la parte) va dominante de mi”
    Castilla, don Manuel J., vaso de vino en la mano, sentado ahí cerca, con tono solemne, suelta en el momento: “Mirálo al Cuchi de ególatra el tono que le va a pedir a los changos, ¡dominante de Mi!”
Néstor Guestrin



     Aquí está nuestra versión del Carnavalito del Duende, para invocar aquel duende salteño y aquellas figuras señeras.


 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Amicarelli


  Al lado de SADAIC hace años había un pequeño café. Era un salón angosto, de un lado la barra, y del otro unas mesas pegadas a la pared. Al fondo, otras dos o tres mesas completaban las posibilidades del pequeño lugar.
  Un día me encontré a sus puertas con mi amigo Rolando Mañanes, que por entonces oficiaba de inspector musical en la entidad de los compositores. Antes de entregar las planillas de su trabajo solía pasar por ese bar a completarlas.
  “Vení, acompañáme con un café”, me invitó.
  Entramos, y al fondo, en una de esas pocas mesas, un hombre sentado allí, lo saludó y nos invitó a compartirla. Había bebido mucho se veía por su estado.
  Mientras mi amigo llenaba sus papeles, hablamos de música, del piano, de Debussy, de jazz, de tango. Cada tanto este buen hombre, algo mareado, brindando con su copa, tocaba con sus dedos sobre el filo de la mesa que hacía de teclado imaginario para ejemplificar sus dichos.
  Al rato, nos levantamos, lo saludamos y salimos.
  “¿Sabés quien es?”, me preguntó mi amigo refiriéndose al hombre que habíamos dejado envuelto en su nube de música y alcohol.
  “No”, le respondí.
  “Dante Amicarelli, el mejor pianista que tuvo Piazzolla”.
  Como un reflejo instantáneo me vino a mí aquel solo de piano que hace de prólogo en la que sin ninguna duda es la mejor versión de Adiós Nonino.
  Medio aturdido yo por tal revelación apenas pude darle la mano y saludar a mi amigo. No sé adónde iría él. Quizás a entregar sus papeles. Yo me fui caminando despacio por Lavalle hacia Paraná, mientras daban vueltas en mi mente aquellos largos arpegios que se abren para dar paso luego a ese tema tan personal, único y característico.
  Recordé aquellas anécdotas que se cuentan alrededor de esta versión. Que Piazzolla escribió esa larga cadencia pianística, algo más de dos minutos, casi tres, para este pianista, medio jazzero, medio tanguero, que se preciaba de ser un gran lector a primera vista, con todas las dificultades imaginables, como para probar esa habilidad. Y le puso el papel sobre el piano en el primer ensayo y él la tocó de primera y sin ninguna equivocación. Y que en esa primera lectura dejó a todos los músicos del quinteto azorados, incluso al mismo Piazzolla, no sólo por la calidad y virtud técnica, sino por el fraseo y el modo cómo cantaba y cómo expresaba esa conmovedora música. “Lindo arreglito”, fue su único comentario, como para que Piazzolla se tragara su desafío.  Y que un sábado de trasnoche, de madrugada casi, después de una actuación en Michelángelo, allá por el ’69, fueron al estudio de grabación, y la grabaron. El solo de piano de un solo tirón y de una sola vez, igual que en aquel primer ensayo.
  Como una larga improvisación va recorriendo unos acordes hasta desembocar en esa nota larga, lánguida, estremecedora, que se resuelve en dos corcheas para saltar a otra nota larga y cargada de tristeza. Y luego, otras corcheas llevan hacia arriba a otra nota larga, mientras la mano izquierda hace unos arpegios que la acompañan.
  Al terminar ese tema, aparecen unos acordes quedando todo en suspenso y una nota grave da pie para que desde allí el violín y el bandoneón, como pidiendo permiso, como balbuceando, acompañados por sonidos de percusión, comiencen el tango.
  Llegué por Paraná a la esquina de Corrientes. Y allí vi a la singular calle porteña cómo fluye hacia el bajo pasando por el Obelisco, mientras recordaba el final de la versión, la última exposición de ese tema triste, el solo de bandoneón de Piazzolla, quizás él recordando a su padre, apoyado por un acompañamiento sutil y amigable del piano en un segundo plano, para que el bandoneón llore sólo toda su tristeza y dolor.
  Uno intuye entonces ese fluir que sigue hacia el Río, hacia aquella zona que adjetiva a todo lo que tiene que ver con Buenos Aires. El puerto, la porteñidad. Ese solo inicial de piano es algo así, es el prólogo que hace intuir al tango que viene después. Que lo que viene es el sujeto tan bien adjetivado y preparado por ese piano. Y que luego al final acompañará al bandoneón para que suene sólo en su triste soledad.
  Volví mi vista hacia atrás. Imaginé al Maestro Amicarelli saludando y brindando con nosotros desde esa mesa del pequeño bar, hablándonos de Debussy, del piano, del jazz, del tango, con sus dedos moviéndose en ese teclado imaginario de la pequeña mesa, mientras Buenos Aires ahí afuera corría enloquecido por sus calles y veredas.
  Los cafés porteños tienen un encanto especial, ¿no?
Néstor Guestrin




Adiós Nonino – Dante Amicarelli (piano)
Astor Piazzolla y su quinteto
Grabado en 1969 en Estudios Ion




Adiós Nonino por Menecha Casano – Néstor Guestrin
(Dúo de guitarras)
>  
Adiós Nonino por Menecha Casano y Néstor Guestrin

jueves, 1 de marzo de 2012

El Maestro Botelli

  Ciertas personas, muy pocas, suelen ser referentes imprescindibles para un medio determinado. Tal el caso de don José Juan Botelli en el paisaje cultural de Salta. Su figura, unida al ámbito artístico provinciano de aquellos años donde la música, la poesía, las letras allí creadas, trascendieron al país y al mundo, fue reconocida dentro de su ciudad, pero quizás no tanto hacia fuera. Algunas de sus obras quedaron insertas en el imaginario popular del país, pero no el nombre de su autoría, rara virtud que las valoriza más aun. Cómo no recordar entre ellas a “La Felipe Varela” o “Salteño Viejo”, canciones que han tenido una enorme difusión pero cuyo autor no consiguió esa misma notoriedad.
   Y así como traigo los recuerdos de esa memoria colectiva, traigo los míos sobre este buen maestro. Suele designarse con este título a quien ejerce la profesión de músico, o a quien dedica su tiempo a la docencia. Pero en este caso, además de que don Botelli haya desarrollado esas actividades, podría asociar esa nominación a quien hace de guía en las cosas de la vida, a quien se eleva sobre el resto, como aquella viga que sostiene un techo desde un lugar preferencial y sobresaliente.
   En mi infancia, cuando el lugar de juego era la vereda, solíamos verlo pasar por la calle cabalgando su motoneta, como un caballero enhiesto de riguroso traje oscuro y moño al cuello. Su estampa era para nosotros, chiquilines de barrio, comparable a la de un gentilhombre noble y distinguido, cortesano elegante de un tiempo pasado. Poco después asocié esa figura a la primera música que toqué en la guitarra, precisamente “La Felipe Varela”. Su trajinar por los pasillos del Colegio Nacional, sus notas en el suplemento cultural del diario local, sus apariciones con comentarios diversos en la televisión salteña, sus conciertos de piano, donde a veces compartía con otra figura inolvidable, el Cuchi Leguizamón, lo hicieron un personaje reconocible e impar para esa pequeña ciudad como era aquella Salta, donde lo local era valuado en mayor medida precisamente por su localismo.
   Alguien me comentó que lo veía como un caballero renacentista, ya que no sólo dedicaba su tiempo a la escritura, a la composición y a la ejecución musical, sino que en alguna ocasión también armaba sus propias ediciones literarias. Con una vieja linotipo descartada del taller del diario local que había llevado a su casa componía sus textos, luego los imprimía y finalmente terminaba la factura de sus libros cosiéndolos él mismo a mano.
   Autor de reflexiones agudas y plenas de ironías, están ellas reunidas en sus Soliloquios:
Uno no escribe para que lo lean
sino para aprender a escribir
y uno aprende a escribir
para que lo lean.
   Otra, más mordaz, es:
El hombre pertenece al reino animal… pero algunos más que otros.
   En un concierto que hicimos en Salta, recuerdo su figura singular al venir a saludarnos al final, con una sonrisa enorme, sus brazos abiertos para envolvernos en un abrazo y en sus manos muchas de sus partituras para obsequiarnos.
   También viene a mi memoria un día de verano al encontrarnos en la calle y ante su pregunta si haríamos alguna presentación, le respondo que no, sólo estábamos de vacaciones. Su respuesta, hermosa, fue: Claro, mucho calor para conciertos.
   Años después, a mediados de los ’90, se me dio la oportunidad de homenajearlo, a él y a su generación que hicieron de Salta una referencia obligada para la música popular argentina. Con el director de la entonces Orquesta Municipal de Salta, Eduardo Storni, convenimos en armar un repertorio de música de autores locales, para lo cual hice varios arreglos orquestales, algunos de piezas conocidas y otras no tanto.
“Cantaré cuando me muera” es una de sus zambas más bellas. Según él, la compuso después de un grave problema de salud que al superarlo, lo trasmutó en una canción. Así pudo convertir el dolor y la angustia en deleite y sosiego.
Cuando me tenga que ir
mi sombra dejaré,
canción nacida de mi soñar
por andar, por amar y cantar.
 
   He aquí esa música en su recuerdo, la versión orquestal que hice de su canción:
 
Cantaré cuando me muera - J.J.Botelli - Arreglo orquestal de Néstor Guestrin.

Y la versión con canto con la Orquesta Municipal de Salta dirigida por Eduardo Storni:





Néstor Guestrin                                 

domingo, 19 de junio de 2011

Alfio


 
Teleco Teco, Alfio Mendiara (saxo), Néstor Guestrin (guitarra), C.King (percusion)

   Conocí a Alfio en lejanas reuniones políticas poco antes de que la política fuera prohibida en el país. Fue en los tiempos cuando el golpe en Chile nos anunciaba lo que vendría después. De uno de esos encuentros recuerdo a una joven periodista chilena venida a Buenos Aires a tomar palabras y reflexiones para pasarlas en una radio clandestina de su país. Su grabador de mano, en esa rueda armada en la antigua casona sindical que nos servía de convocatoria, sin necesidad de preguntar, era pasado a cada uno de los que allí estábamos y cada cual lo tomaba para decir lo suyo: algún esbozo de análisis sobre lo obvio, comparaciones evidentes, frases solidarias, y en mi caso, incapaz de decir algo original, sólo atiné a repetir la imagen poética del hombre libre que caminaría nuevamente por la alameda de Santiago. Qué dijo él, no lo recuerdo. Seguramente alguna palabra de circunstancia en el tono pausado y sobrio de su modo de ser. En ese edificio sobre la calle Paraguay donde nos veíamos, que hoy ya no existe, tenía un cargo desde el cual ejercía su militancia política. Su oficio de músico lo desarrollaba en la banda municipal.
   Luego vino el exilio hacia afuera de algunos, hacia adentro de muchos de nosotros, en el intento de buscar refugio de la barbarie uniformada. Alfio siguió con su cargo de músico, el otro quedó para el secreto y la reserva.
   Una llamada telefónica sirvió para reencontrarnos años después. Quería verme para imaginar algún proyecto artístico en común, más allá de cuestiones de otra índole. ¿Qué te parece en un bar de la calle Corrientes allí cerca del Teatro San Martín, donde ensayo y trabajo todos los días? Así quedamos, y a la tarde siguiente caminaba a ese reencuentro en dirección a La Giralda.
   Al llegar, a través del ventanal desde la calle reconozco su pequeña silueta sentado con la puntualidad debida a una mesa del antiguo bar. Su baja estatura y su cuerpo delgado producto de una hepatitis juvenil le daban un cierto aire de endeblez adolescente. En esos pasos que di al entrar hasta sentarme junto a él recorrí el regreso a muchos años atrás, hasta aquellas viejas reuniones. Eran más los años que los pasos desde la puerta de entrada hasta la mesa que había elegido.
   Primero el abrazo y las preguntas obvias, luego, café de por medio, entre palabras y gestos, fuimos recordando aquellos tiempos que la política había ido cambiando a pesar de las prohibiciones, inútiles como siempre. Complicidades, ilusiones, defecciones, deserciones, incoherencias, nombres diversos, todo pasaba por nuestra charla matizada con humor, con guiños de una amistad compartida. Razones de unos y de otros, debilidades y resistencias iban y venían para explicarnos o convencernos de historias y caminos anteriores y posteriores, algunos cambiantes, muchos, otros, menos, más lineales.
   Y como continuación de la conversación saca de un viejo portafolios unas partituras de la misma antigüedad, o más. Buscando mi aceptación me dice son antiguos choros brasileros que fui recopilando y guardando desde hace mucho tiempo. Los toco con el saxo, pero necesito el acompañamiento de una guitarra. ¿Te animás? ¡Cómo no!, respondí de inmediato. Les eché un vistazo y, además de intuir lo interesante desde el punto de vista musical, vi la oportunidad de fortalecer una relación de amistad que el tiempo me lo confirmaría.
   Quien hace o ha hecho música, y especialmente de modo grupal, sabe que los momentos más felices que se tienen son aquellos donde en los ensayos se modela lo que se quiere lograr como resultado sonoro. No sólo por la construcción musical en sí, sino porque es como irse conociendo con el otro, o los otros, en una conversación irremediablemente sincera, sin el artificio de la palabra, sin el sentido ambiguo de la palabra, sin la palabra, sólo sonidos, notas, música.
   Es el juego de preguntar y responder en un profundo diálogo, de aprender y de dar, de intuir cómo reaccionará el otro, y cómo reacciona uno, en fin de llegar a la más entrañable esencia de la música, que es saber escuchar, como ya alguien lo dijo.
   Establecimos una cita semanal para concretar esta idea, la que tenía su formalidad establecida desde el comienzo, como corresponde, con la taza de té y la ceremonia previa de su preparación de calentar el agua mientras pasábamos revista a las novedades periodísticas de actualidad con toda la ironía de rigor. Luego preparar los instrumentos, afinarlos y después tocar y tocar y tocar. Desde la otra habitación, Noemí, su compañera, a veces, cuando estaba en casa, nos escuchaba. También un gato paseaba en los intermedios, y con un salto silencioso, en sigilo para no ser reprendido, podía subirse a la mesa y ubicarse entre los papeles para no perderse tal concierto.
   Con la mirada al amplio ventanal que daba al balcón de su octavo piso veíamos a veces flotar las nubes dando un sentido debussiano a nuestras ideas musicales.
   Y vinieron las actuaciones, pero más allá de ellas, que es cuando se hace público lo que se ha gestado con tanta laboriosidad y empeño en muchas horas de prácticas previas, estaba la satisfacción, no en los aplausos recibidos o en el reconocimiento que se podía generar, aunque no se crea, sino en todo ese trabajo anterior de proyectar, de probar, de asegurar qué es lo que queríamos decir y hacer. Son los momentos más gratos, aunque parezca lo contrario. Lo otro es ya la conclusión de una tarea hecha, que podrá ser más o menos exitosa, pero que no es lo más importante, es lo que corona una actividad que se ha emprendido con anterioridad. Y la satisfacción está realmente en la realización de la propuesta, no en su final.
   Llevamos nuestra música a distintos lugares, conocimos otra gente, en cierto momento hasta servimos de marco a algún acto político, pero lo importante seguía siendo nuestra cita semanal, y la ceremonia previa del té, y preparar las músicas con la vista del ventanal hacia los techos y el cielo de Caballito, y el gato en paseo silencioso y con respeto entre los papeles sobre la mesa.
   Las quejas acerca de su salud y sobre su probable jubilación de oficio de la banda municipal las tomaba yo al escucharlas como eso, como quejas, pero evidentemente tenían sus fundamentos preocupantes y así lo demostraron los hechos posteriores. A ellas les respondía restándoles importancia para que se despreocupara. ¿Qué más podía decirle?
   Al final del ensayo bajábamos juntos hacia la calle y me acompañaba un par de cuadras en mi camino hacia el transporte de regreso. Allí afloraban los recuerdos de sus amigos, las aventuras de otros tiempos, alguna anécdota de viaje y también sus ilusiones de viejo luchador. Caminar por esas dos cuadras de Gaona hasta el monumento al Cid Campeador formaba parte de la ceremonia ritual de nuestra reunión de música semanal. Y allí, detenidos bajo la sombra tutelar del Cid y como una continuación de sus grandiosas aventuras, en el momento de alargar la despedida me contaba las suyas, de algún modo tan heroicas como las de aquél.
   Vino una etapa de dejar de vernos. Como una suspensión momentánea hasta la solución de problemas de otro tipo, o hasta recobrar fuerzas y entusiasmo para nuevas aventuras musicales. Pero lo suyo sobrevenía inexorable. Por un lado, obligado a dejar su cargo por la edad y comenzar un lento e interminable trámite para conseguir una jubilación que nunca le llegó, y por el otro el paulatino deterioro de su salud.
   Lo último que nos acercó fue como paradoja una vuelta a algo parecido a aquellas primeras actividades de años anteriores. Un movimiento gestado entre músicos jóvenes enfrentados a una dirigencia gremial incapaz de ver más allá de sus intereses personales sirvió para reencontrarnos. Una asamblea numerosa se había reunido para tratar y rebatir ciertas medidas arbitrarias. Un clima de franco rechazo a la dirigencia del gremio musical era lo que se vivía. En ese ámbito crispado y ruidoso, lo vi tomar la palabra para fijar su posición como directivo que había sido. De modo pausado, sin estridencias, como era su estilo, fue estableciendo las diferencias entre esa antigua dirigencia a la que él había pertenecido y la actual cuestionada. De las primeras rechiflas se pasó a un silencio respetuoso. Fue esbozando y marcando distinciones. Volvía a sus principios irrenunciables, a su vocación luchadora honesta y simple. A su visión de ideales utópicos. Los que nunca había abandonado. La gran mayoría de los que participaban de esa asamblea eran jóvenes con una referencia muy remota de aquellos tiempos de su lucha. El final de sus palabras se cerró con un sostenido aplauso y porqué no el reconocimiento de aquellos buenos viejos tiempos. Era su despedida.
  Fuimos luego a la mesa de un bar, y me contó de sus problemas, que yo ya los conocía. Pensarás que soy un quejoso me decía, pero creéme me fallan las fuerzas. Esa fue la última vez que nos vimos.
   Alguna llamada telefónica y una que otra línea por correo electrónico fueron los pocos y últimos contactos en los meses siguientes.
   Tiempo después su hija Irina me dio cuenta de su final en un hospital deteriorado y en conflicto, sin tener siquiera su jubilación. Algunas de sus palabras dolidas me decían mucho: indiferencia, desprotección, falta de reconocimiento.
  Mientras escribo veo a través de la ventana cómo amarillean las hojas del plátano que da sombra en la vereda. De a poco se irán secando y al llegar el otoño caerán en silencio, sin que nadie se dé cuenta, naturalmente. Se amontonarán y el viento las dispersará. Es la ley.
   Al menos queda alguien que pueda describirlas y recordar su verdor hasta que otro brote venga a recrearla.
Néstor Guestrin

Amorosamente, Alfio Mendiara (saxo), Néstor Guestrin (guitarra), C. King (percusión)

lunes, 13 de junio de 2011

La Siesta de Gualeguay

La Siesta de Gualeguay - Néstor Guestrin
Hace años, mediados de los ochenta, viajaba periódicamente a la provincia de Entre Ríos para dar clases de música y guitarra, auspiciado por los intercambios que patrocinaba entonces el municipio de la ciudad de Buenos Aires. Después de los tiempos de terror estatal (auspiciado éste por los medios de prensa), bueno era llevar algo de música a los chicos de las dos ciudades adonde iba, Crespo y Gualeguay. El ómnibus que me llevaba salía de noche, cruzaba el Río Paraná por Zárate y Brazo Largo, hacía una breve detención en Gualeguaychú y otra en Rosario del Tala en el centro geográfico provinciano. En ésta, en esos minutos de espera, siempre recordaba aquella copla popular

Pasé de largo por Tala,

detenerme para qué.

De qué vale un paisano

sin caballo y en Montiel.

Bajaba luego en la pequeña terminal de Crespo a primera hora de la mañana, recorría las pocas cuadras hasta la Escuela de Música, y al cruzarme con los chicos en sus guardapolvos blancos dirigiéndose a su escuela ya ellos corrían la noticia de mi llegada. Era una fiesta. Luego con sus guitarras, y a veces hasta con mate y termo en la mano, pasaban cada uno por la sala donde los escuchaba, los guiaba y les indicaba los pasos a seguir, en mi misión pedagógica musical.

Al día siguiente, y previo paso por Paraná, la capital, para tomar el otro ómnibus, hacía el camino hasta Gualeguay, más al sur. Esta es una pequeña ciudad marcada por la poesía y también por un parque de árboles, de plantas, de flores, lleno de verdor, a orillas del río que le da nombre a la ciudad, o tal vez sea la ciudad la que se lo presta al río. Y es la poesía, digo, que la distingue porque grandes poetas han vivido en ella, o, como el nombre de la ciudad y el río, es ella la que les ha dado el material para su obra.

Dice Juan L. Ortiz:

¡Oh, vivir aquí,

en esta casita

tan a orilla del agua

entre esos sauces como colgaduras fantásticas

y esos ceibos enormes todos rojos de flores!

Las clases transcurrían como en la otra ciudad, y así como yo les enseñaba lo que sabía, también aprendía de ellos la particularidad de su música, el chamamé, su acento original arraigado como el habla, su rítmica como el aire pronunciado en la singularidad provinciana.

A la tarde, en la siesta, cuando se detenía todo como cabe a toda ciudad provinciana, jugaba yo con mi guitarra en la casa para recibir huéspedes donde me hospedaban, mientras el perfume de los limoneros se filtraba por la ventana arrastrado por el aire húmedo que mojaba las veredas. Entonces recordaba las otras palabras de don Juanele que cerraba aquel poema:

Una penumbra verde la funde en la arboleda.

Así fuera una vida dulcemente perdida

en tanta gracia de agua, de árbol, flor y pájaro,

de modo que ya nunca tuviese voz humana

y se expresase ella, por sólo melodías

íntimas de corrientes, de follajes, de aromas

de color, de gorjeos transparentes y libres…

Así nació esta música.

Néstor Guestrin

martes, 11 de enero de 2011

Tardecita Pampeana

Tardecita Pampeana - A. Piazzolla, por Néstor Guestrin

“…la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo.”

“…al fin, al sur, triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente notable; es la imagen del mar en la tierra; la tierra como en el mapa…”

“La vidalita, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y un tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va engrosando el cortejo y el estrépito de las voces: ese canto me parece heredado de los indígenas…” (De Facundo, Domingo F. Sarmiento)

Hay músicas cuyos sonidos describen paisajes, que evocan tanto o mejor que las palabras aquello que se intuye próximo o en una cercana lejanía. Quien mira parado desde el borde mismo de esa región llamada pampa vislumbra hacia adentro el interminable espacio determinado por esa cualidad en la poética de su descripción. Acordes lentos, morosos, tranquilos, al desmenuzarse sin prisa, nos dan el sabor del verde en conjunción confusa con el celeste de un cielo de agua al fluir en forma pausada y cálida. La planicie, la llanura infinita, la pampa argentina representada en la música se traduce así en una antigua melodía de vidalita salpicada como con un pincel sobre la insistente rítmica obstinada de un golpeteo del tamboril, aquel mencionado por el ilustre escritor.

Un músico de la ciudad, Astor Piazzolla, ve aquí desde la orilla, desde el borde, la profundidad insalvable de aquello que para Sarmiento, desde la historia, era un infinito desierto de verde y ausencias. Entra con su mirada y señala con sus notas la lánguida sensación de distancias irreductibles, en apariencia inhóspitas, pero sólo para quien no las transita ni conoce. Un mundo propio hay allí, se deduce, de guitarras, de cantores, de baqueanos, de gauchos e indios perseguidos, de historias secretas y conocidas, de leyendas y mitos, de fantasías y realidades.

Y las notas las cuentan, o creemos que las cuentan. En una tardecita de mate y sol postrero, demorada por la charla y el recuerdo.

Néstor Guestrin