lunes, 30 de junio de 2014

El duende de Salta

    La veleta que flamea en lo alto de la torre del Cabildo de Salta representa un pequeño ser, un duende según el saber popular, que desde allí parece hacerse presente en toda la vida de la ciudad, como un fisgón, un indiscreto entrometido en la vida de todos. Debe observárselo detenidamente, levantando la vista, para no pasar inadvertido y se lo verá ahí en la altura, tomado de un asta, risueño, ágil y juguetón. Es un protagonista clásico e indisoluble de los aconteceres cotidianos salteños, así decía el agudo observador de hechos, situaciones y personajes lugareños, como lo fue el recordado Cuchi Leguizamón, quien afirmaba que en todo estaba presente y en todo se hacía sentir esa figura representada ahí por un pequeño ser vestido de un modo llamativo, como un antiguo paje cortesano, con una antorcha o una flor en su mano derecha, quizás una flor de lis, la otra tomado del mástil que lo sostiene y los pies en posición de baile saltarín, y que algunos llaman el diablito de Salta. Lo de diablito debe interpretarse por las travesuras constantes que comete, pero creo es más propio y acertado nombrarlo como el duende salteño. 
    Y su primer travesura habrá sido confundir al arquitecto constructor del Cabildo salteño que dejó a la torre descentrada con respecto al edificio, y además si bien se observa se verá que los arcos de la planta superior no se corresponden con los de la planta baja por lo que parece que los arcos superiores bailan sobre los inferiores. Abajo actualmente hay catorce arcos, y arriba se completa con quince, y ¡medio!, para llegar hasta el final de la construcción en un esfuerzo métrico arquitectónico. En la última refacción ese medio se rellenó engrosando la última columna para salvar tal desquicio. 
    Según cuentan los historiadores en esa torre antiguamente había un reloj. Alguien parece dispuso llevarlo a la torre de la Catedral del otro lado de la plaza 9 de Julio, y restaurar ese pequeño demonio sacado antes de su lugar por otras manos. Sabia decisión tomó ese funcionario público en llevar a un lugar santo un aparato que mide el tiempo de las personas marcando seriedad y mesura a las conductas humanas, y reemplazarlo del otro lado de la plaza por ese ser díscolo y revoltoso, siempre dispuesto a perturbar y trastornar todo.
   
El Cuchi decía que este duende andaba encontrando y desencontrando a la gente, a las señoras de antes les hacía cortar la leche al hervirla, al caminante distraído tropezar con una baldosa, y agriarle el vino a los que no lo compartían. Y cuando andaba queriendo enamorar, bailando era temible, sobre todo en carnaval.
     Quizás este duende haya dado a la ciudad esa virtud de inventar una serie de personajes que entre cuentos, versos y música proporcionaron una fisonomía particular a su naturaleza artística y la ubicaron como centro poético musical de la canción popular de aquellos tiempos, los años de mi época de adolescente.
    Y todo eso lo habré incorporado para la aventura de la creación musical.
    Compañero infaltable del Cuchi era el gran Manuel J. Castilla, socio y cómplice en una larga y exquisita serie de canciones. Otros nombres valiosos se asocian a ellos en esa lista de creadores de todo ese movimiento que ya hoy es historia, y difícilmente se pueda igualar, a juzgar por lo que se oye hoy.
    Infinidad de anécdotas se tejen alrededor de sus figuras, siempre con humor, ingenio y sobre todo embebidas de una infinita libertad imaginativa.
    Una de la que fui partícipe puedo contar.
    En esos mis tiempos de adolescente andaba con otros amigos de barrio, guitarra en mano, intentando emular a cuanto conjunto folklórico salía a conquistar escenarios. Al frente de mi casa sabían reunirse a veces poetas y amigos de la noche y el vino, en lo de Pacheco, veterano de aquellas lides. En una época anterior, el dueño de casa, don Eduardo, había formado el dúo Benítez-Pacheco, conocido allá por los años ’40, y ya por entonces, dedicado a otros menesteres, no perdía la oportunidad de recordar el oficio de guitarrista y cantor.
    Con mis compañeros de aventura musical en una de esas reuniones fuimos a demostrar nuestras habilidades, y con toda osadía en aquel encuentro, frente a toda la gente, nos largamos a tocar y cantar la Zamba del Pañuelo, con el Cuchi adelante nuestro.
    Al terminar se acerca él, y con ese tono paternal que nos dispensaba, conocidos suyos como éramos de ser alumnos del Colegio Nacional, en su clase de Historia, o de historieta como él la denominaba jocosamente, tomando la guitarra nos corrige afectuosamente: “Aquí no va el acorde que han puesto, ahí (y tararea la parte) va dominante de mi”
    Castilla, don Manuel J., vaso de vino en la mano, sentado ahí cerca, con tono solemne, suelta en el momento: “Mirálo al Cuchi de ególatra el tono que le va a pedir a los changos, ¡dominante de Mi!”
Néstor Guestrin



     Aquí está nuestra versión del Carnavalito del Duende, para invocar aquel duende salteño y aquellas figuras señeras.


 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Amicarelli


  Al lado de SADAIC hace años había un pequeño café. Era un salón angosto, de un lado la barra, y del otro unas mesas pegadas a la pared. Al fondo, otras dos o tres mesas completaban las posibilidades del pequeño lugar.
  Un día me encontré a sus puertas con mi amigo Rolando Mañanes, que por entonces oficiaba de inspector musical en la entidad de los compositores. Antes de entregar las planillas de su trabajo solía pasar por ese bar a completarlas.
  “Vení, acompañáme con un café”, me invitó.
  Entramos, y al fondo, en una de esas pocas mesas, un hombre sentado allí, lo saludó y nos invitó a compartirla. Había bebido mucho se veía por su estado.
  Mientras mi amigo llenaba sus papeles, hablamos de música, del piano, de Debussy, de jazz, de tango. Cada tanto este buen hombre, algo mareado, brindando con su copa, tocaba con sus dedos sobre el filo de la mesa que hacía de teclado imaginario para ejemplificar sus dichos.
  Al rato, nos levantamos, lo saludamos y salimos.
  “¿Sabés quien es?”, me preguntó mi amigo refiriéndose al hombre que habíamos dejado envuelto en su nube de música y alcohol.
  “No”, le respondí.
  “Dante Amicarelli, el mejor pianista que tuvo Piazzolla”.
  Como un reflejo instantáneo me vino a mí aquel solo de piano que hace de prólogo en la que sin ninguna duda es la mejor versión de Adiós Nonino.
  Medio aturdido yo por tal revelación apenas pude darle la mano y saludar a mi amigo. No sé adónde iría él. Quizás a entregar sus papeles. Yo me fui caminando despacio por Lavalle hacia Paraná, mientras daban vueltas en mi mente aquellos largos arpegios que se abren para dar paso luego a ese tema tan personal, único y característico.
  Recordé aquellas anécdotas que se cuentan alrededor de esta versión. Que Piazzolla escribió esa larga cadencia pianística, algo más de dos minutos, casi tres, para este pianista, medio jazzero, medio tanguero, que se preciaba de ser un gran lector a primera vista, con todas las dificultades imaginables, como para probar esa habilidad. Y le puso el papel sobre el piano en el primer ensayo y él la tocó de primera y sin ninguna equivocación. Y que en esa primera lectura dejó a todos los músicos del quinteto azorados, incluso al mismo Piazzolla, no sólo por la calidad y virtud técnica, sino por el fraseo y el modo cómo cantaba y cómo expresaba esa conmovedora música. “Lindo arreglito”, fue su único comentario, como para que Piazzolla se tragara su desafío.  Y que un sábado de trasnoche, de madrugada casi, después de una actuación en Michelángelo, allá por el ’69, fueron al estudio de grabación, y la grabaron. El solo de piano de un solo tirón y de una sola vez, igual que en aquel primer ensayo.
  Como una larga improvisación va recorriendo unos acordes hasta desembocar en esa nota larga, lánguida, estremecedora, que se resuelve en dos corcheas para saltar a otra nota larga y cargada de tristeza. Y luego, otras corcheas llevan hacia arriba a otra nota larga, mientras la mano izquierda hace unos arpegios que la acompañan.
  Al terminar ese tema, aparecen unos acordes quedando todo en suspenso y una nota grave da pie para que desde allí el violín y el bandoneón, como pidiendo permiso, como balbuceando, acompañados por sonidos de percusión, comiencen el tango.
  Llegué por Paraná a la esquina de Corrientes. Y allí vi a la singular calle porteña cómo fluye hacia el bajo pasando por el Obelisco, mientras recordaba el final de la versión, la última exposición de ese tema triste, el solo de bandoneón de Piazzolla, quizás él recordando a su padre, apoyado por un acompañamiento sutil y amigable del piano en un segundo plano, para que el bandoneón llore sólo toda su tristeza y dolor.
  Uno intuye entonces ese fluir que sigue hacia el Río, hacia aquella zona que adjetiva a todo lo que tiene que ver con Buenos Aires. El puerto, la porteñidad. Ese solo inicial de piano es algo así, es el prólogo que hace intuir al tango que viene después. Que lo que viene es el sujeto tan bien adjetivado y preparado por ese piano. Y que luego al final acompañará al bandoneón para que suene sólo en su triste soledad.
  Volví mi vista hacia atrás. Imaginé al Maestro Amicarelli saludando y brindando con nosotros desde esa mesa del pequeño bar, hablándonos de Debussy, del piano, del jazz, del tango, con sus dedos moviéndose en ese teclado imaginario de la pequeña mesa, mientras Buenos Aires ahí afuera corría enloquecido por sus calles y veredas.
  Los cafés porteños tienen un encanto especial, ¿no?
Néstor Guestrin




Adiós Nonino – Dante Amicarelli (piano)
Astor Piazzolla y su quinteto
Grabado en 1969 en Estudios Ion




Adiós Nonino por Menecha Casano – Néstor Guestrin
(Dúo de guitarras)
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Adiós Nonino por Menecha Casano y Néstor Guestrin

jueves, 1 de marzo de 2012

El Maestro Botelli

  Ciertas personas, muy pocas, suelen ser referentes imprescindibles para un medio determinado. Tal el caso de don José Juan Botelli en el paisaje cultural de Salta. Su figura, unida al ámbito artístico provinciano de aquellos años donde la música, la poesía, las letras allí creadas, trascendieron al país y al mundo, fue reconocida dentro de su ciudad, pero quizás no tanto hacia fuera. Algunas de sus obras quedaron insertas en el imaginario popular del país, pero no el nombre de su autoría, rara virtud que las valoriza más aun. Cómo no recordar entre ellas a “La Felipe Varela” o “Salteño Viejo”, canciones que han tenido una enorme difusión pero cuyo autor no consiguió esa misma notoriedad.
   Y así como traigo los recuerdos de esa memoria colectiva, traigo los míos sobre este buen maestro. Suele designarse con este título a quien ejerce la profesión de músico, o a quien dedica su tiempo a la docencia. Pero en este caso, además de que don Botelli haya desarrollado esas actividades, podría asociar esa nominación a quien hace de guía en las cosas de la vida, a quien se eleva sobre el resto, como aquella viga que sostiene un techo desde un lugar preferencial y sobresaliente.
   En mi infancia, cuando el lugar de juego era la vereda, solíamos verlo pasar por la calle cabalgando su motoneta, como un caballero enhiesto de riguroso traje oscuro y moño al cuello. Su estampa era para nosotros, chiquilines de barrio, comparable a la de un gentilhombre noble y distinguido, cortesano elegante de un tiempo pasado. Poco después asocié esa figura a la primera música que toqué en la guitarra, precisamente “La Felipe Varela”. Su trajinar por los pasillos del Colegio Nacional, sus notas en el suplemento cultural del diario local, sus apariciones con comentarios diversos en la televisión salteña, sus conciertos de piano, donde a veces compartía con otra figura inolvidable, el Cuchi Leguizamón, lo hicieron un personaje reconocible e impar para esa pequeña ciudad como era aquella Salta, donde lo local era valuado en mayor medida precisamente por su localismo.
   Alguien me comentó que lo veía como un caballero renacentista, ya que no sólo dedicaba su tiempo a la escritura, a la composición y a la ejecución musical, sino que en alguna ocasión también armaba sus propias ediciones literarias. Con una vieja linotipo descartada del taller del diario local que había llevado a su casa componía sus textos, luego los imprimía y finalmente terminaba la factura de sus libros cosiéndolos él mismo a mano.
   Autor de reflexiones agudas y plenas de ironías, están ellas reunidas en sus Soliloquios:
Uno no escribe para que lo lean
sino para aprender a escribir
y uno aprende a escribir
para que lo lean.
   Otra, más mordaz, es:
El hombre pertenece al reino animal… pero algunos más que otros.
   En un concierto que hicimos en Salta, recuerdo su figura singular al venir a saludarnos al final, con una sonrisa enorme, sus brazos abiertos para envolvernos en un abrazo y en sus manos muchas de sus partituras para obsequiarnos.
   También viene a mi memoria un día de verano al encontrarnos en la calle y ante su pregunta si haríamos alguna presentación, le respondo que no, sólo estábamos de vacaciones. Su respuesta, hermosa, fue: Claro, mucho calor para conciertos.
   Años después, a mediados de los ’90, se me dio la oportunidad de homenajearlo, a él y a su generación que hicieron de Salta una referencia obligada para la música popular argentina. Con el director de la entonces Orquesta Municipal de Salta, Eduardo Storni, convenimos en armar un repertorio de música de autores locales, para lo cual hice varios arreglos orquestales, algunos de piezas conocidas y otras no tanto.
“Cantaré cuando me muera” es una de sus zambas más bellas. Según él, la compuso después de un grave problema de salud que al superarlo, lo trasmutó en una canción. Así pudo convertir el dolor y la angustia en deleite y sosiego.
Cuando me tenga que ir
mi sombra dejaré,
canción nacida de mi soñar
por andar, por amar y cantar.
 
   He aquí esa música en su recuerdo, la versión orquestal que hice de su canción:
 
Cantaré cuando me muera - J.J.Botelli - Arreglo orquestal de Néstor Guestrin.

Y la versión con canto con la Orquesta Municipal de Salta dirigida por Eduardo Storni:





Néstor Guestrin