A la
imaginería de los sudamericanos, y también para otros de distintas partes del
mundo, París ejerce un atractivo especial. Cargado de ideas, rebeldías,
símbolos y enseñas de lo que parece novedoso, sus calles, sus monumentos y su antiguo
río que lo cruza despiertan en la ilusión ese sentimiento en verdad eterno: el
cambio hacia la utopía que vendrá.
Desde
aquella maga que trajina por lugares simbólicos de la mano o de la pluma de
Cortázar, o antes, aquella fiesta de la que daba cuenta Hemingway, o aquel
Vallejos que poetisa allí su muerte con aguacero un día del cual ya tiene su
recuerdo, o los pintores de la plaza de
Montmartre que condensan en sus telas los soles y las luces de las tardes
reflejados en los rostros de los paseantes, hasta las barricadas de aquel mayo
francés cuando nos esperanzábamos con la imaginación llegando al poder para hacer
realidad esas tres míticas palabras de libertad, igualdad y fraternidad, y que
allá en aquella Córdoba estudiantil de fines de los sesenta que yo viví se
tomaba como emblema para sacudir dictaduras militares retrógradas, inútiles,
violentas y sanguinarias.
Para
nosotros, sudamericanos, nos parece aquello lo nuevo, lo válido, lo autorizado.
Para ellos, para el francés, o el europeo, lo original, lo novedoso, lo que
sacude la cultura ancestral, vieja, anquilosada, está en Sudamérica. Curiosa
paradoja.
Por eso
encontrarse y conocer en ese ámbito a alguien que resume lo antiguo para
abrirse a lo nuevo desde el más profundo americanismo en los sueños de la
música y la guitarra, resulta también una curiosa paradoja.
Por
intermedio de mi tío francés Paul Verdevoye, en una breve estadía parisina que
tuvimos a principios de los ochenta, obtuve el número de teléfono de Don
Atahualpa Yupanqui. París era su lugar de residencia por entonces.
Con
ansiedad desde un teléfono público marqué el número, y enseguida en su
reconocida voz escuché un “aló” típico francés. Mis palabras, lógico, fueron en
un castellano propiamente rioplatense para presentarnos como guitarristas
argentinos de paso, tratando de mostrar lo nuestro y ya que se nos daba la
oportunidad, encontrarnos y cruzar unas palabras con el maestro que queríamos
conocer.
La
respuesta cordial, simpática y sinceramente amistosa fue un “cómo no paisano,
véngase a La Coupole, ese café conocido sobre el bulevar Montparnasse, yo estoy
ahí todas las mañanas”. Fue como una brisa de la pampa que se filtraba por el
tubo del teléfono, con aroma a pasto húmedo, sibilante como el siseo de las
ramas de un sauce meciéndose por el viento, era en fin encontrar en ese dicho
aquel sonido antiguo y lejano que habíamos dejado antes y retomarlo en esta
ciudad que nos resultaba novedosa.
A la
mañana siguiente, y claro, sin dejar pasar un día, estuvimos ahí. De lejos, al
llegar, lo vimos sentado a una mesa envuelto en un camperón gris leyendo el diario. Al presentarnos nos invitó
enseguida a acompañarlo. Y desde allí fue una extensa charla que duró quien
sabe cuanto, aunque en realidad más era lo que escuchábamos, como tímidos principiantes
al lado del maestro. Pasaron así comentarios alrededor de la música, la
guitarra, el camino que nosotros emprendíamos, los avatares de la historia y
sus enfrentamientos con autoritarismos varios. Al tocar el tema político recordó
con vaguedad su pasado político, que yo asocié con lo que sabía de su
militancia en el Partido Comunista de Argentina y su alejamiento por un
verticalismo inconducente, su enfrentamiento al primer peronismo, que incluso
llegó hasta la violencia física, aunque de ello lo que más lamentaba era que en
algún momento le rompieran su guitarra al entrar al país cuando venía de actuar
en Uruguay, porque aquí estaba prohibido. Y al final de este tema difícil, pero
nunca cargado de rencor, su definición fue tajante: “Me han puesto variados
rótulos, pero al momento de definirme, me digo antifascista”. Sobre todo, la
libertad.
El paisaje
en la música, el cantar como el habla del hombre simple de campo, la guitarra
con su sonido íntimo que no debía perderse con ninguna estridencia, y tantas
otras cosas, fueron buenos consejos que recibíamos para andar y recorrer un
camino difícil, arduo, muchas veces doloroso, pero que al final, a veces, se
alcanza a la mejor de las metas, al gran premio, como muchas veces él lo repetía,
lo más valioso, llegar a ser anónimo. Que la música de uno llegue a ser
propiedad de todos, ya no importa quien la hubiera hecho, lo importante es que
la gente común se la apropiara para hacerla suya. Qué importa quien es el autor
de la “Luna Tucumana” o la “Zamba del Grillo”, si cualquier guitarrero cantor
la hace suya para echarla al aire y decir con ella lo que siente.
Ya casi al
final de la charla le alcanzo un cassette, el medio físico que por entonces se
usaba para dejar constancia de la habilidad musical, con nuestras versiones en
guitarra, que hacía poco habíamos publicado. Se lo lleva al bolsillo de su
camisa, y en un ademán cargado de significado nos dice tocándose ese lado
izquierdo del pecho, “lo llevo aquí”.
Otras
veces lo vi después en Buenos Aires, y él también recordaba aquella entrevista,
cerca de su casa, a la vuelta de aquel mítico café parisino, según me confiaba.
Después,
andando el tiempo, trabé relación con su hijo, Roberto, conocido por su
sobrenombre “el kolla” o “el coya”, depende cómo se lo escriba. Me sugirió hacer
un álbum para flauta dulce y guitarra con las canciones del viejo maestro, que
por supuesto lo hice con el mayor de los gustos. Para eso me alcanzó una
cantidad de partituras de las piezas más conocidas, o las que no son tanto. Y
en muchas de ellas creí ver la mano de Nenette…
En la
introducción de la “Los Ejes de mi Carreta”, la tan conocida milonga
yupanquiana con versos del uruguayo Romildo Risso, una serie de acordes se
entrelazan y suceden a la manera de un coral de Bach hasta llegar a la parte con
ritmo ya milongueado que lleva luego al canto “Porque no engraso los ejes…” Don
Ata la cantaba y era otra la forma de llegar con su guitarra a ese verso. Pero
en mi versión de guitarra solista quise respetar ese “a modo de un coral de
Bach”…
Los Ejes de mi Carreta, de Atahualpa Yupanqui, por Néstor Guestrin